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Capítulo final de La sed, versión del autor

Por Enrique Patiño

Capítulo final de La sed, versión del autor


Enrique Patiño

— ¿Qué año es?
— Sé que son muchos, en mi caso todos inmerecidos—dijo el hombre, en tono lacónico—. A los años los cubrió la arena.
Ella sonrió, con inusitado desparpajo—. Somos cangrejos y seguimos cavando agujeros en el tiempo.
La joven ya no lo era. Se había convertido en una mujer de mediana edad, envejecida por las circunstancias adversas. Tenía el pelo atado con tiras de ropa y se lo dejaba largo hasta los omoplatos por pura vanidad personal. Su piel se había oscurecido y manchado por el exceso de sol. Avanzaba con pasos de felina por las praderas y en su figura destacaban los huesos de la clavícula y del esternón, y las marcas de los músculos en los deltoides y en los brazos.
Él, por su parte, había pasado a ser un anciano de huesos pegados a la piel, de edad avanzada imprecisa, que avanzaba con una ligera curvatura en el morro y usaba una vara para apoyarse, pero que conservaba la agilidad y los reflejos de un hombre de mediana edad. Seguía siendo amargo, por momentos ausente, incapaz de reconciliarse consigo mismo y su pasado, y sin embargo había aprendido a rendirse ante la posibilidad de coexistir con alguien de una jovialidad superior a sus fuerzas y ya no podía imaginarse la vida sin aquella mujer que ahora le sonreía.
—¿Avanzaste? —le preguntó él.
—Nunca se termina —contestó ella.
A veces ambos hablaban de cosas nimias físicas, del estilo de cómo se les había endurecido el cuero y de la forma en que su cuerpo se había ido acostumbrando a reducir el consumo de líquidos. Llegaban a reírse de pensar que quizás habían muerto en vida: los pies se les habían acostumbrado a los guijarros y los labios permanecían siempre resecos y cuarteados, y habían dejado de doler. Casi todo había dejado de doler.
En algunas ocasiones recordaban el pasado, aunque preferían evitar el tema porque era punzante y revulsivo. Muy de vez en cuando hacían excursiones breves en busca de algún enser entre las pertenencias abandonadas, como un cortaúñas o una manta. Pero la mayor parte del tiempo de los últimos años la habían dedicado a una simple y descomunal tarea.
—Todo eso por una simple corazonada. Aún me cuesta entenderlo.
—Porque es una corazonada es que debo hacerlo — reviró con paciencia la mujer.


Años atrás, cuando el pozo se secó, el hombre despertó a la mañana siguiente al fin del agua con una idea desesperada: volver al acueducto. La joven de inmediato se negó. No quería revivir el horror. No más ese lugar maldito.
Él obvió sus justificaciones. Su reacción, después del desconcierto, fue actuar. Desoyéndola, alistó lo fundamental, entre ello, sus libros esenciales, mantas para la noche y el sol, las libretas en las que ella escribía y una resma de hojas que conservaba a resguardo del sol, además de los dos bidones con las últimas reservas de agua. Mientras empacaba, la miró a varias veces a los ojos sin decir palabra y cuando ya estuvo listo, ganó más tiempo y dio vueltas para decir que había olvidado algo: retornó y extrajo de sus agujeros un par de ollas y cerillas para hacer fuego, más por darle la posibilidad de sumarse a aquel viaje final que por necesidad.
Amilanada por la posibilidad del fin en ese lugar despreciado, pero también por la posibilidad del fin a solas en el pozo ahora sin agua, la joven por fin sacó energías para responder. Sujetó una moneda entre las manos.
––Cara, voy al sur. Sello, contigo ––dijo.
––Sello ––la detuvo él.
El hombre estaba de pie. En esos instantes de angustia parecía haber envejecido un lustro. La voz surgió lenta, apesadumbrada. Se sentía exhausto.
––La vida es más terca que la muerte ––dijo el hombre, con parsimonia. ––Quizás sea un espejismo, pero recuerda quién estuvo detrás de la construcción de ese acueducto. Por el sistema de activación, debe seguir corriendo agua, aunque sea mínima, desde los ríos del sur. No alcanzará para muchos, pero quizás para dos.
La joven refrenó los reproches que pasaron por su mente. Asintió sin decir nada más. Bebió el último pucho de agua del recipiente donde almacenaban sus reservas. Comprobó que el pozo estaba seco. Por su lado recogió los pocos frutos y tubérculos, los cardos y las últimas provisiones de comida que les quedaban. Le pareció un peso infinito cuando se los terció en una mochila a su espalda.
Las víboras reptaban en el agujero. La joven descorrió el plástico protector para que pudieran salir. Igual, arrojó la moneda y la atrapó en el aire con sus manos secas.
––Sello ––dijo, con aprehensión. Miró hacia atrás, al valle de los caídos, y junto con el hombre, abandonó sin nostalgia el promontorio de basura que habían convertido en un hogar.
Los buitres los sobrevolaron en círculos. Sus sombras los protegían por breves instantes. La joven arrojó tras de sí la moneda, inútil ya. Dieron los primeros pasos bajo el calor abrasador y sintieron el vacío de dejarlo todo. El hombre dudó un segundo, dejó los bidones sobre el suelo, sintió el peso del agobio y creyó que aquel sí podría su último día sobre la Tierra.
––Somos agua, nunca polvo––dijo ella, casi en un susurro, reservando la saliva. Él asintió, recogió los bidones, miró hacia adelante y empezó a avanzar.
––Nos espera la incertidumbre––respondió él, en un murmullo.

El viaje se les hizo largo por el largo rodeo que prefirieron tomar en caso de que hubiera sobrevivientes y para evitar encontrar el espectáculo de la batalla y la masacre de tiempos que preferían olvidar. Esta vez no encontraron a nadie. Las reservas de agua estaban en niveles mínimos cuando por fin accedieron al acueducto. Tomaron un último sorbo al lado de la tubería, y los labios les ardieron al comprobar que el agua estaba casi al punto de ebullición dentro de los bidones plásticos. En ese punto, el hombre hizo lo que sabía. Con el oído pegado al acueducto, escuchó. Su sonrisa sirvió de respuesta. Un breve curso de agua era suficiente para darles la esperanza.
––Nos quedaremos acá. Pero tendremos que avanzar. No sabemos cuándo durará. Nos moveremos por el acueducto, poco a poco, hasta llegar al río. Puede tomarnos meses. O años.
La joven lo condujo a los espacios que había tenido que explorar durante el régimen de Dasnal y que habían funcionado como garitas de vigilancia. Se tendieron en el interior de uno de ellos. Ella se sentía de mal humor y la costaba expresar su rabia. Cuando él quiso preguntarle qué tenía, solo dijo que se sentía abrumada y poco dispuesta a jugarse la vida en cada movimiento. No añadió más y le dio la espalda. En la noche él la sintió llorar, con intensas sacudidas y espasmos de dolor profundo. No supo qué decirle y permaneció en silencio hasta que el agotamiento los venció a los dos.
No volvieron a hablar durante casi todo el día siguiente. Ella permaneció tendida, y esperó que él hiciera las faenas del día. Tenía la mirada rota y su cuerpo parecía exangüe. Apenas tomó agua y probó alimentos. Finalmente, antes de dormir, ella le planteó una duda existencial, algo que excedía el espíritu de supervivencia.
––No vale la pena vivir solo por el agua. Uno debe vivir por algo más ––dijo la joven.
––¿Por qué otra cosa merecería la pena en este mundo? ¿Por salvarlo?
––Por crear. Por sentirme viva, que es distinto a vivir ––Habló con firmeza. Enfatizó la afirmación llevando las manos al pecho, para luego dejarlas caer––. Yo no puedo seguir así.
Se derrumbó en el piso y se silenció. El hombre le puso la mano en la cabeza y la mimó hasta que se quedó dormida. No despertó sino hasta el mediodía siguiente, con mucha hambre. Él no estaba allí y la joven no quiso moverse de su lugar en el piso. Apenas se acurrucó para poder comprimir los músculos de su estómago y evitar el hambre. Se sentía como en una crisálida, y no sabía qué emergería de ella. Buscó las libretas con sus anotaciones y textos, y revisó todo lo que había escrito.
Cuando llegó el hombre, le dio de comer como a una enferma, en la boca, permitiendo que paladeara cada cucharada de alimento. Escasamente hablaron. Esa noche la volvió a escuchar llorar con dolor intenso.
Cuatro días más tarde, la joven había logrado concretar una idea puntual. Se puso en pie y habló con una lucidez absoluta. Le explicó al hombre qué tenía entre mente.
––Dejaré un legado. Diría que lo haré por mí, y sí, aunque tengo la corazonada de que hay otros sobrevivientes. Será también para ellos.
––¿Qué legado?
––Las bases para un nuevo mundo.
––Madre mía ––atinó a decir el hombre.


A partir de entonces se movieron poco, apenas lo necesario, de garita en garita, donde fueron hallando los restos de los guardias abnegados que jamás fueron rescatados por nadie. Les tomó años llegar al río del sur desde el cual iniciaba la línea del acueducto. Sus cuerpos se adaptaron a la sed y requirieron menos y menos líquido. Sus pieles se fueron quemando por la persistencia del sol.
El clima fue variando ligeramente en esos años y en algunos breves días de felicidad volvió a llover. La temperatura empezó a ser menos cálida, apenas una o dos décimas de grados, pero se habían habituado tanto al calor que pudieron percibir el cambio. Vieron algunos animales en el camino. Los buitres, para su extrañeza, los olvidaron.
El flujo del agua del acueducto fue mínimo siempre, pero siguió circulando, a pesar de sus precauciones de cargar bidones en caso de emergencia. El diseño original había tomado como base las infraestructuras hídricas de los romanos, evitaba inclinaciones excesivas, usaba depósitos cisterna y tenía una bomba activada por un molino natural en caso de que fallara la electricidad. La idea, que en algún momento fue criticada por anticuada, fue resguardada en su momento por el hombre por si algún día todo fallaba.
El recorrido se hizo lento porque la joven quería calma para su proyecto personal. Y no había prisa cuando no había más futuro ni presente que aquello. Cuando finalmente dejaron atrás la última garita, superaron un mar de huesos de una cruenta batalla de otros años, cruzaron las franqueadas barreras y alambradas de los ejércitos ahora inexistentes y llegaron al río del sur, el hombre se dobló de rodillas frente al otrora gran cauce, ahora un hilo delgado, pero aún vivo, y le agradeció la vida. Había árboles aún en las orillas y había cantos de aves. La belleza lo doblegó.
––Mala hierba nunca muere, sino cuando morirse debe ––dijo, en homenaje a las vidas que había sacrificado en otros años y a la suya propia. Esta vez fue él quien lloró sin refrenarse.
La joven lo dejó fluir y se quedó a su lado, con una mano en su espalda, estremecida por el paisaje. Cuando el ahora anciano volvió a respirar con calma, fue capaz de ver a lo lejos el molino, el depósito cisterna y la estructura base del acueducto, y pensó que era hora de desconectarla. También pensó que ya había vivido lo suficiente y que aquel era su destino final.
Se sentaron en la orilla. Chocaron sus tazas con agua a manera de brindis. Se recostaron sobre sus mochilas, que pesaban más ahora que ella había seguido sumando letras y palabras a su gran proyecto y las llevaba consigo. Era el tesoro de su vida, y el hombre había aprendido a vivir también para cuidar aquel legado.
—Todo eso por una simple corazonada. Aún me cuesta entenderlo.
—Porque es una corazonada es que debo hacerlo — reviró con paciencia la mujer.
El hombre se alertó de repente y se levantó de la mochila en la que estaba recostado. A pesar de que los años y el desierto habían mermado sus capacidades de ver a la distancia, entendió que a pocos metros de allí había habido intervención humana. Era lo suficientemente hábil para conocer los terrenos y de inmediato se percató de que al otro lado de la orilla había caminos y actividad.
—Hay personas. En años no hemos visto a nadie. Tenemos que escondernos— dijo, alerta.
—Ya también me di cuenta de que no estamos solos — contestó la mujer.
—Tenemos que cuidar tu enciclopedia, tus instrucciones—. El hombre se sentía agotado de huir e incluso de avanzar o moverse, pero su instinto lo impulsaba a actuar de nuevo.
—No. Esta vez no—. La voz de la joven era firme, resoluta. Hablaba con absoluta calma.
—¿De verdad crees que habrá un nuevo mundo? ¿Que tendremos salvación? —dijo él, sin moverse de su sitio, pero en actitud de escape.
—Muchas veces antes lo creímos. Y lo volveremos a creer. Habrá un nuevo lenguaje, una nueva fe, un nuevo sistema de gobierno, nuevos principios. Volveremos a andar los caminos y seremos, una vez más, los primeros.
—¿Y tú crees que te escucharán?
—Nos olvidarán. Seremos una leyenda perdida. ¿Y qué importa? —añadió ella, recostando su cabeza en el hombro de él y cruzando su brazo con ternura. Durante los últimos años había escrito las bases de un nuevo idioma, el fundamento de una espiritualidad renovada, las bases de una estructura social más ajustada a las necesidades humanas y había reconstruido el pasado para dejarlo como un legado de los tiempos vividos.
Escuchó voces. Parecían de jóvenes o niños.
—Si no son unos bárbaros, verán solo un par de veteranos respetables y valientes con una historia por contar. Y mucho tenemos por contar.

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