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CUENTA LA HISTORIA QUE SIN ABUELO NO HABÍA NAVIDAD Y SIN DIEGO NO HABÍA FIESTA

Erika González

Crecer en Medellín se traducía en una mezcla de alegría y padecimiento que sin falla llegaba desde octubre, mucho antes de la emoción que acompañaba la navidad con sus luces y villancicos: en los almacenes, buses y estaciones de radio, sonaba la canción más triste y vieja de la que tuviera noción “mamá dónde están los juguetes, mamá el niño no los trajo”, decía. Yo entraba y salía de esa tragedia que imaginaba en mi cabeza, llena de estereotipos en los que un niño con poco que vestir y con poco que jugar le reclamaba a su madre, seguro soltera, de una de las comunas pobres de la ciudad, por otro año sin recibir juguetes.


Me angustiaba ese niño que cada año repetía la misma pregunta. Me imaginaba que le faltaban tantas cosas que merecía al menos recibir un juguete, y eso me entristecía.

En mi casa, por otro lado, mi padre tenía un concepto especial sobre los regalos: nos daba enciclopedias, discos de música clásica, libros de experimentos científicos y cosas por ese estilo. Suponía que teniendo cuatro hijos siempre encontraríamos con qué jugar, educarnos era su único legado, siempre nos decía. 


Nosotros disfrutábamos esos regalos, pero en navidad, a diferencia de todo el mundo, yo soñaba sobre todo con ver a mi abuelo. Me impresionaba que fuera capaz de bañarse con agua fría hasta en los pueblos más fríos, y me gustaba que nos cantara boleros. Sagradamente salía a caminar después de comer, con un chocolate con maní metido en el bolsillo de la chaqueta de su traje. Yo siempre lo acompañaba. 


Sentía una gran admiración por él. Era un hombre muy bueno, pensaba yo en mi cabeza todavía prematura. Había cerrado sus farmacias en Medellín para trasladarse a pueblos cercanos: Rio Negro, La Ceja, Barbosa, y otros, donde no había acceso a medicinas. Era un químico farmaceuta que copiaba medicinas y creaba fórmulas mágicas asequibles a todos. Poco lo veía, pero aparecía siempre para navidad.


Con mi abuelo llegaban las luces que bañaban su casa en Medellín y un pesebre que ocupaba todo su garaje con figuras casi tan grandes como mis primos menores. Comíamos natilla y buñuelos recién hechos por toda la familia, escuchábamos música, rezábamos la novena y recibíamos numerosas visitas. Así se nos pasaba casi todo diciembre, yendo y viniendo, comiendo y disfrutando.


Por cuenta de esas reuniones, que siempre terminaban en juerga, aprendí a bailar muy joven. Nos entrenábamos para la nochebuena con mis tías que muy diligentes nos enseñaban nuevos pasos de baile cada año, a medida que podíamos coordinar mejor. 

Para el 24 aparecía el primo Diego, gay y orgulloso de serlo en una familia homofóbica, haciendo su entrada siempre espectacular, sacando pecho y parando el trasero, vistiendo ropas transparentes, maquillado y saludando a todo pulmón. Me encantaba la expectativa de con qué iba a aparecerse Diego, que era florista, peluquero y diseñador de vestidos para mujer. Nadie se atrevía a decirle nada a ese huracán, aunque la mitad de los hombres se sintieran claramente incómodos. Un ejemplo de emprendimiento, si me lo preguntan. 

Antes de que llegara Diego no se le podía llamar fiesta sino más bien reunión generosa, con familiares, vecinos y amigos. Los únicos que bailaban eran mis abuelos que parecían recién enamorados, a ritmo de Moonlight Serenade de Glenn Miller y música instrumental colombiana. Todos sentados observábamos a esa pareja que se reencontraba después de varios meses de estar separados.

 

Docenas de personas contaban con ese evento navideño que cada año mis tíos armaban con diligencia: pailas enormes con natilla fresca y hojuelas, buñuelos por centenas, lechona cocinada por días, neveras llenas de cerveza y el himno nacional - sólo al mayor de mis tíos se le ocurría que a las 12 de la noche había que poner el himno nacional, poniendo cara de evento oficial, derechito y tan bravo que a nadie se le ocurría dejar salir la carcajada que todos lográbamos guardar por los eternos ochenta segundos que duraba el magno evento. El tipo como si nada.  


Diego no soportaba ese quiebre a la media noche así que se aparecía justo después para cambiar la cosa: repartía gorros y silbatos, doblaba el volumen de la música, se aseguraba de poner nuevos éxitos mezclados con las canciones de siempre – tus besos son, son como un caramelo –, armaba trencito de borrachos y ponía a todo el mundo a batir el codo. 


Detrás de Diego llegaban la familia Monster – unos primos que en verdad parecían salidos de esa serie de televisión y les encantaba bailar, así que se aparecían cuando ya estaba la fiesta prendida; el imperdible tipo sudado del que nunca supe su nombre y que no paraba de bailar y me preguntaba si quería bailar con el - claro que no, pensaba – no, gracias, le decía; y la otra mitad de vecinos que ya habían entregado sus regalos y se disponían a parrandear. En esas amanecíamos, y una vez desayunados con lo que quedaba de la noche anterior y tras haber recogido el desorden nos despedíamos a la hora del almuerzo para repetir la faena una semana después. 


No sabíamos lo felices que éramos hasta que un día, en una de sus escasas visitas mi abuelo falleció, a los 54 años, de un ataque fulminante. Se rompió el hechizo y con él se fueron las grandes navidades de toda una familia, amigos y vecinos que sumaban unas doscientas personas. Nunca volvimos a reunirnos, nunca más hubo fiesta ni amanecidas, no hubo invitados ni pailas de natilla. La algarabía desapareció, pero décadas más tarde yo sigo caminando, casi siempre con un chocolate con maní en el bolsillo.



CUENTA LA HISTORIA QUE SIN ABUELO NO HABÍA NAVIDAD Y SIN DIEGO NO HABÍA FIESTA
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