DE ESO SE TRATA LA NAVIDAD
Enrique Patiño
La abuela María Roberta escuchó el descomunal griterío de los niños y del camión desvencijado que entraba por la calle rota hasta su casa de bahareque en su pueblo en la mitad de la nada. Se asomó con paso firme, bastón de palo en mano, y vio a sus nietos y a dos de sus hijos en el momento en que descargaban decenas de cosas a las que no les vio utilidad ni sentido.
Hacía el calor de siempre, los 32 grados a la sombra de toda la vida, pero el gentío inesperado le aumentó la tensión. Sintió que una gota surgía por su sien derecha y el surco de sus labios se le llenaba de sudor. Eso la irritó más.
—A mí me explican qué es todo ese alboroto, me hacen el favor— bramó, palo en alto, alerta por no haberse enterado con antelación de lo que iba a suceder. Su voz era temida en la familia. Los niños se silenciaron, pero no dejaron de moverse ni descargar las cosas.
—Es la Navidad, mamá. Llegó la Navidad— dijo uno de sus hijos.
—¡Qué Navidad ni qué carajo! La Navidad no llega en carros viejos—. Señaló con el bastón hacia la sala, donde ella misma organizaba con tres de sus hijas y toda su caterva de nietos una pila de cajas de cartón y tendía sobre ellas un entramado de papel pintado, pastores, musgo, ovejitas de lana y a la familia de Belén entre un muñequito de un burro y de una vaca en un pesebre improvisado, todos a la espera del niño que nacería el 24 de diciembre, antes de la medianoche previa a la Navidad. Siempre se sacaba del cajón la víspera ante la presión de los nietos.
—Ahí está, ya la armamos. A mí no me desarman lo que hicimos— bramó por segunda vez.
La algarabía se disipó, el auto apagó sus motores y Cándido Ariza, el hijo mayor, se acercó con una sonrisa de oreja a oreja. Estaba en sus manos convencer a la abuela.
—Viejita, hay que evolucionar. Ahora el pesebre se acompaña de otras cosas. No vine a dañarlo, vine a hacerlo más bonito.
María Roberta dudó, como era su costumbre, pero se rindió ante el colorido de unas guirnaldas verdes con visos rojos que su hijo tendió ante ella y luego enredó en su cuello. Seguía sudando.
—Usted lo ha visto por la tele, mamá. Y se ve bonito. No diga que no, sale en todos lados —insistió el hijo. Los demás siguieron trasteando las cosas al interior de la casa y el camión quedó desocupado.
—No es lo bonito, es que no nos hace falta. Ya la Sagrada Familia está en su pesebre y el niño Jesús necesita paz para nacer.
El hijo terminó de ablandarla con el argumento de que serían los primeros en el pueblo en tener una decoración digna de la modernidad y la casa más bonita de todas en esas fiestas. Sabía del orgullo de su madre y de cómo le gustaba demostrar que en medio de aquel paraje desértico, de aquella casa que sobrevivía cada vez con menos ímpetu a los vientos huracanados de diciembre, a la matrona de todas las matronas, doña María Roberta, le gustaba presumir. Podría existir la pobreza infinita y un calor insoportable, ríos con un cauce mínimo y cielos abiertos sin nubes, pero ella siempre alardeaba por algo. Le pagó al camión y se puso manos a la obra. Antes de dos horas, la casa era otra.
—Ahí está, viejita. La casa ahora es la más linda de todas —le dijo, cuando despertó de su siesta en la mecedora, y la convidó a verla.
María Roberta la vio y no la reconoció.
—Esto no es Navidad. ¡Esto es un circo de tres pesos! —alegó. Estaba fuera de sí. Y empezó a señalar a diestra y siniestra el entramado de artefactos nuevos, luminosos y foráneos que nunca había visto hasta entonces.
—Ese gordo barbudo es un impostor. Primero, se va a asar de calor con ese disfraz de loco. Segundo, ¿qué hombre normal sale de rojo brillante a la calle? ¿Es que es tonto? Además, lo he visto haciéndose bombo en televisión por todos lados. Debe ganar más que los futbolistas, y él le quiere robar el show de los regalos a mi Niño Dios.
Pasó revista y siguió, ante la mirada atenta de toda su familia.
—¿Esas medias rojas para qué son? Nadie cuelga las medias salvo cuando están sucias y las está lavando. Además, te ponen a sudar el pie. Imagínate el hedor.
La familia permanecía en silencio, expectante. Los nietos se apretaban para oír el dictamen.
—Al árbol ese me lo empacan de vuelta. Se ve bonito, con todas sus bolas, pero de qué me sirve un árbol de plástico si acá ni árboles hay. Traigan uno de verdad y me lo plantan afuera en la calle para que dé sombra y les dejo ponerles todas las bolas que tengan.
Antes de seguir, anotó:
—Eso sí, me bajan la estrella y se la ponen al pesebre.
Un paso más y otra sentencia fulminante:
—Esos duendes de ahí parecen hijos del demonio. ¡Se van! Enanos ya tengo con el montón de pelaos de esta casa. Tengo más nietos que años si me pongo a contar los que han dejado regados por ahí.
Señaló a un muñeco de nieve inflable sonriente, con nariz de zanahoria, que asomaba frente a la casa, y su frase fue demoledora.
—Ese está muerto y feliz, miren: pálido, sin color. ¿A eso es lo que llaman un zumbi? ¿Un muerto que se come los sesos de los vivos? ¡Me lo sacan de acá!
—No mamá, es un muñeco de nieve —respondió Cándido, a quien su familia dejaba que lidiara con la gran abuela.
—Peor. Se va a derretir con este calor. Nunca hemos visto nieve, esa vaina no nos tocó en esta vida, y ahora me van a traer un muñeco para que me sienta culpable de verlo deshacerse. ¡Se va!
El hijo alzó los ojos al cielo y no alcanzó a refutar cuando su madre volvió al ataque.
—¿Y esos perros con cuernos? Un perro con cuernos es una cosa del demonio. Seguro se despiertan en la noche para mordernos y convertirnos en hijos de Belcebú. ¡Ustedes me quieren convertir la casa en un prostíbulo navideño? Me la llenaron de bastones enanos que ni sirven para caminar, de rojo, el color de la sangre, de muñecos que atemorizan y de ropa para el frío cuando el pobre Jesuscito y nosotros nacimos en medio del calor y la pobreza, entre burros y chivos. ¡Pa’ fuera todos y todo!
María Roberta comenzó a sudar y se puso la mano en el pecho. Se le había subido la tensión. Todos temieron un ataque y la sentaron en el patio, en una mecedora, a coger el fresco de las cinco de la tarde, que precedía los vientos desatados de la noche. Los niños recibieron la orden de sus mamás de ir levantando los renos, de recoger el muñeco de nieve y de alzar el pino de Navidad de plástico. Cándido, que también había instalado las luces navideñas, los detuvo.
—Al menos por una noche encendamos las luces y dejemos la decoración, mamá. Ya mañana la quitamos porque mañana viene el camión. Hoy nadie se puede llevar nada.
—Luces, ay, mijo. No me dé más sorpresas. Para qué más luces que la de nuestro corazón. Mire que con el foco de la entrada sobra y basta. Ni que fuéramos un bar de mala muerte —dijo, lacónica.
Cándido igual las encendió. Apenas bajaba el sol y no eran muy visibles, pero los vecinos, atentos todos a la revolución que había en la casa de María Roberta, fueron asomándose poco a poco. Vieron a la matrona de espaldas, con la mano en el pecho y la cara descompuesta. Como no era la primera vez que la conocían así, se concentraron en la decoración del hogar de los Ariza. El pesebre y los adornos del invierno nórdico entremezclados en el calor voraz atrajeron a la totalidad del pueblo, justo cuando empezaba a anochecer y el viento ya corría con fuerza. Cuando María Roberta se sintió más repuesta, decidió entrar a casa.
Vio entonces el gentío frente a su hogar. Incluso los tenderos habían cerrado sus negocios para acercarse a conocer su casa y habían traído buñuelos y café. Todos departían a sus espaldas y los niños jugaban en la calle rota. María Roberta sacó pecho, se compuso, se peinó con la mano y se irguió firme en su bastón de palo. Tomó la mano de Cándido y apareció flamante en la sala. Entonces dijo:
—Disculpen, estaba retomando energías. Bienvenidos todos a la casa más bella del Caribe. Sé que está llena de mamarrachos, de colores chillones y de bichos que se van a morir de calor, pero de eso se trata la Navidad, ¿o no, mijo? Pon música, que esto hay que celebrarlo. Al Niño Dios le gusta que celebremos.