LA ASCENSIÓN
Marisol Guato
Hacía una semana que había llegado a Ecuador, país en el que iba a vivir los próximos años, aunque no sabía cuántos exactamente, como me pasa en todos los destinos, y ya había aterrizado mi hermana a ‘acompañar’ el caos inicial. Siempre lo hace, y aunque como digo, llega siempre a un caos de no tener casa, tener todo en maletas, o llegar a una casa sin muebles… es una bocanada de aire fresco que rebaja las tensiones de la ignorancia y las novatadas de recién llegada.
Mi hermana es de esas personas que no pueden estarse quietas, y en seguida agarró su teléfono y empezó a buscar en internet lugares que visitar en Ecuador., sentada en el único sillón del salón casi vacío de muebles, pero lleno de maletas. A los quince minutos estaba llamando a un servicio de alquiler de coches, tan desconocido y yo tan desconfiada que aquello bien no podría salir, de ninguna manera. Mi hermana desdobló el mapa del país que el amable señor que nos atendió en el alquiler de coches nos regaló, seguramente por la cara de despistadas o novatas que teníamos. Empezó a marchar con un bolígrafo que sacó de su mochila una ruta que a ella le parecía la más interesante, no me preguntes por qué, porque las dos conocíamos lo mismo de Ecuador, nada y que es el primer pueblo de migrantes en España, así que cercanía tenemos.
El reto era claro, teníamos que subir a más de cinco mil metros de altura. Las mochilas iban ligeras, una cada una, y vestidas con ropa de montaña ligera nos montamos en el coche y seguimos la línea que mi hermana había marcado en el mapa. Salir de la ciudad y coger la interamericana iba a ser la tarea más difícil de todas, el resto parecía fácil. Bajar de Quito hacia el valle es como montarse en una de las mejores atracciones de un parque, que de repente bajas tanto que empiezas a ver todos aquellos mastodontes de más de cinco mil metros a ambos lados de la carretera.
Un sueño para dos hermanas que aman la montaña. Las dos horas de carretera se nos hicieran amenas, entre la música y los paisajes verdes y blancos en las puntas de toda la cordillera Andina. Una belleza que ambas veíamos por primera vez. Llegamos a la entrada del parque nacional que queríamos visitar, parece que la entrada era más angosta e incómoda de lo que me imaginaba yo, teniendo en cuenta que es un parque protegido. No había garita, ni una barrera, ni siquiera nadie nos cobro por la entrada. A los doscientos metros, me di cuenta que el sedán que habíamos alquilado no era el más apropiado para aquellos parajes. Frené en seco cuando ví un gran charco, como de unos cinco metros de ancho y otros seis de largo. Seguir adelante significaría poder quedarnos en la entrada, en medio de un lodazal, sin poder avanzar. Mi hermana se giró hacia mí, y me dijo muy seria y convencida que acelerara y pasara en primera. Su seguridad hizo que yo metiera la marcha y acelerara tan despacio que aquello pareció cruzar el océano, porque se me hizo eterno hasta que las ruedas delanteras pisaron nuevamente tierra. A partir de allí recorrimos el páramo más hermoso que yo he podido ver jamás, la luz iluminaba en diferentes intensidades la vegetación haciendo de aquello un escenario único.
Las nubes iban tan rápido que las sombras no dejaban ver el mismo lugar dos veces igual, y se vislumbraban las vicuñas y las llamas en toda aquella planicie llena de diferentes verdes, ocres y dorados. Pronto empezamos a ascender, y los gritos no cesaron dentro del carro, de la emoción. Las ventanillas bajadas, a pesar de que el aire cortaba nuestra piel, no podíamos parar de mirar hacia arriba, porque las nubes, en su eterno movimiento, dejaban entrever aquella silueta blanca. la adrenalina que llevaba en el cuerpo se alimentaba de la emoción de mi hermana, de la mía propia, de ir manejando por una subida llena de grutas profundas hechas por los ríos de agua del deshielo, y de la responsabilidad de no quedarnos encajadas allí. Mi hermana tuvo que bajarse unas diez veces del coche para poder guiarme y evitar aquellos surcos, que a pesar del frío a mi me tenían sudando.
Tras más de una hora de travesía casi suicida, llegamos a un parqueadero, donde dejamos el coche de manera lateral, para que no saliera rodando volcán abajo, e incluso mi hermana le puso un par de pedruscos, para reforzar el frenado. El frío era más intenso de lo que esperábamos, y el viento era bastante fuerte. Pero nuestras mochilas no iban llenas de ropa apropiada para ese clima, sobre todo la mía, que con una mudanza internacional pasando por tres casas previas, había muchas cosas de las que me había desprendido, así que ni guantes, ni plomífero, ni cortavientos, ninguna de esas prendas que la gente vasca paseamos por el mundo. Me acurruqué a un lado del coche, evitando la ráfaga de viento, y mi hermana empezó a sacar prendas de su mochila y a envolverme en ellas. Una vez allí, solo nos faltaban doscientos metros para llegar al refugio José Ribas y alcanzar los cinco mil doscientos metros de altitud. Seguro que preparadas no íbamos, no acertamos ni en ropa, ni en el coche, y encima no teníamos ni reservas de hoteles donde quedarnos, pero las carcajadas infinitas no nos faltaron en todo el camino, por el hecho de estar allí arriba, juntas, a pesar de todo.
La subida fue lenta, el viento era fuerte y en nuestra contra, por lo que la tierra volcánica volaba a gran velocidad y había que protegerse los ojos en todo momento. Durante la subida ya notábamos en la respiración y en la cabeza la altura en la que estábamos, incluso vimos a niños caerse de bruces al suelo, por el mal de altura. La subida era muy elevada, así que entre eso y el aire, lo único que podíamos ver era el suelo entre rojo y negro. Pero cuando el viento nos daba tregua, nos girábamos y las nubes nos permitían disfrutar del páramo más bonito en el que habíamos estado.
Llegamos cuarenta y cinco minutos después y sabernos cinco mil doscientos metros ya era motivo de orgullo para ambas, a pesar de mi frío y la incertidumbre de cómo íbamos a salir de allí con aquel coche. Una taza de mate de coca humeante en nuestras manos frente a la chimenea del refugio resultó la mejor de las cumbres.