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MI TÍO EN NUEVA YORK

Piedad Granados

El tío Enrique partió para Nueva York una mañana de Junio por allá en los años setenta acompañado de su esposa barranquillera.

 

Había ya traspasado algunas fronteras  de guerra en guerra con uniforme de militar y tal vez eso lo impulsó a buscar mejor suerte en el norte del continente americano. El tío Enrique era reservado, metódico y extremadamente preciso.

 

Nos escribió innumerables cartas y cada vez que llegaban o  cuando la operadora internacional anunciaba una llamada, el tiempo andaba más lento y todos en casa dedicábamos nuestros momentos a sus letras o a sentir su voz atrapada en un cuerno de teléfono. Seguramente nos alzaba el status el hecho de recibir tarjetas para las  ocasiones especiales en lengua inglesa, que ninguno entendía,  pero que orgullosamente eran exhibidas ante la mirada perpleja de los vecinos curiosos. Los recuerdos han ido perdiendo color con el tiempo y no conservo ninguna foto, solo las imágenes nítidas de un hombre de estatura media, cabellos castaños y tez muy blanca. 

 

Los años fueron marchitando la novedad de su ausencia y él se quedó a vivir en ese lejano lugar que  conocíamos sólo a través de su pausada voz o la de su mujer, y que complementábamos con la televisión y sus postales firmadas.

 

Mi tío murió de viejo en esa lejana Nueva York y ahogado entre el laberinto de sus recuerdos.

 

Sin saberlo, yo me conservé en algún cajón de la memoria ese interés por conocer la gran manzana para revivir aquellos momentos en que la distancia existía de veras.

 

Aterricé en un otoño todavía tibio antes de la pandemia del covid.

 

Me sentí diminuta. Mis sentidos se agudizaron y comencé a vivir mi propia película neoyorkina. No había ángulo donde no me tomara una foto aunque la imágen digital no tiene la generosidad de describir la exactitud de lo que el cerebro registra.

 

Tal vez para este escrito hubiera preferido soñar con un viaje a la India,  Marruecos o Egipto, pero en lo que conozco del álbum familiar en estos lugares tan ricos de historia,  no están las piezas que necesitaba para completar el rompecabezas de la nostalgia.

 

Nueva York se presentó imponente como lo imaginé y en algún modo percibí la presencia del tío. Tal vez en el hombre con sombrero que tropezó conmigo en el Central Park, o en el niño que caminaba apurado de la mano de su madre, o en el camarero del restaurante mexicano que me sonrió cuando descubrió que yo también soy latina.  Mi tío estaba en todos los lugares, en todos los rincones. Comprendí su amor por esa ciudad extraordinaria, comprendí sus ganas de ser anónimo, de vivir a distancia alimentándose de nuestras letras. Quién sabe cuántas sonrisas dejó  en el ambiente o de cuántas lágrimas fue testigo la bella Nueva York. Yo me quedo con el recuerdo en blanco y negro de las fotos en visor telescopio.

MI TÍO EN NUEVA YORK
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