POCHO
Andrés Peña
Cierro los ojos y estoy allí, fuera de mi cuerpo, en el destino que yo escojo, que yo decido.
Yo soy una pluma que flota liviana en un mar sin olas. Una pluma blanca grande de un animal viajero que vuela sin ataduras ni atavíos.
Cierro los ojos y mi columna encorvada como el caparazón de un insecto se yergue como torre de catedral primada que apunta hasta el firmamento.
Mis extremidades pierden su perpetua rigidez y flácidamente permiten ser estiradas a cada lado de mi cuerpo. Puedo moverlas sin temor a que ellas involuntariamente se recojan con violencia y vuelva ser el insecto aquel que soy todos los días de mi vida.
Cierro los ojos y ligero mi cuerpo adopta posiciones diferentes en el espacio, los segmentos corporales se disocian de mi tronco y se mueven a placer formando espuma blanca en medio de este azul verdoso que me sirve de medio para viajar a mi destino.
Braceo y braceo sin cansarme. La dicha del movimiento supera la fatiga. Siento el dolor de los músculos llegando al extremo.
Por un momento me detengo para observar lo que me rodea. A lo lejos se levanta una pared de agua. Una ola que se forma y me desafía con su majestuosidad. Para llegar debo atravesarla, debo sortearla como el torero cuando lo embiste el toro. Así que avanzo, feliz de ser etéreo, de moverme con ligereza en este cuerpo prestado.
Pero abro los ojos. La pesada vigilia hace presencia derrotándome una vez más sin poder imaginar, sin poder soñar. Vuelvo a estar conectado a cables que me alimentan, a personas que me mueven, a ver los mismos colores: el blanco del techo como la hoja en blanco en el que titila la guía del computador.
¿Mi destino? Mi destino es ser otro.
