UBUD, DONDE LAS MARAVILLAS SE ESCONDEN
Erika González
Todo el que ha visto la película Comer, Rezar, Amar, como yo, reconoce el nombre de Ketut, el guía espiritual de la protagonista, de modo que cuando supe que ese era el nombre del taxista que me llevaría desde la capital de Bali, Denpasar, hasta Ubud, supe que ya había empezado mi aventura en la pequeña isla de Indonesia, qué maravillosa coincidencia, pensé: - sabes qué significa Ketut? Me preguntó el conductor, el Cuarto, se respondió. En Bali los hijos son nombrados el Primero, el Segundo, el Tercero y el Cuarto seguidos por el apellido, después del Cuarto empiezan por el Primero de nuevo. Ketuts hay miles, me desinflé, pero también me di cuenta que no sabía nada de esta isla. Me volví a emocionar.
Mientras Ketut me saca de mi ignorancia mientras maneja mi vista se estrella con una estatua gigante de un dios, tal vez de unos seis metros de altura, a la salida del aeropuerto. Bali es la única isla de Indonesia mayoritariamente budista, no musulmana como el resto. Templos, estatuas, capillas, ofrendas y en general, arte y arquitectura dedicados al budismo están presentes en cada calle y vivienda.
Hora y media se tarda el recorrido de 34 km entre ambas ciudades a las 2 de la mañana, sin tráfico. Ni mi conductor ni ningún otro tienen prisa a pesar de que la tarifa es la misma si llegan en 40 minutos o en dos horas.
Al salir de la ciudad las vías se estrechan y se vuelven curvas. El olor a verde fresco inunda el aire que va cambiando de temperatura mientras nos alejamos de la capital, cerca de la playa, para adentrarnos cada vez más a las áreas boscosas y húmedas de Ubud. Su zona rural de camino a la ciudad va cambiando de una economía a otra, pasando por la zona de artesanos que hacen muebles de madera, luego los que trabajan las telas, después los que hacen esculturas de piedra, los que trabajan el bambú, los que adornan con vidrio, y así sucesivamente. La creatividad desborda esta isla. Hay tanto para ver que me propongo volver a esta vía cuando haya luz del día.
Mi hotel, como la mayoría de los hospedajes, es una casa adecuada, con piscina, restaurante y una familia dueña que vive en ella como si no hubiera extraños entrando y saliendo, con una autenticidad y humanidad que lo hace sentir a uno como si uno fuera parte de su comunidad. Afuera del hospedaje hay un muro con dos puertas que esconden un mundo que se desarrolla adentro, como en todas las casas de Ubud.
Es imposible ver que detrás de esa entrada y un letrero discreto hay una ciudadela. A la entrada una pequeña fuente a la que nunca le faltan las ofrendas de flores y comida dedicadas a ciertos dioses, jardines, cuatro construcciones adornadas estilo budista: uso del dorado en bordes, adornos de madera imitando la naturaleza, columnas verdes, techos curvos con puntas hacia arriba y estatuas de uno o más dioses; una cocina a la vista con comedor exterior donde siempre duerme un perro pequeño y malgeniado, un señor mayor que solo saluda y dos señoras que cocinan. A Un lado de la cocina reposan seis motos pequeñas que alquilan a los huéspedes a cuatro dólares el día de 24 horas, seguidos por una recepción precaria pero llena libros disponibles para lectura, una piscina y finalmente los cuartos renovados con sus baños impecables, distribuidos en dos pisos. Todo lleno de plantas y flores. Precio: 10 dólares la noche en pleno centro.
En Ubud las viviendas son grandes lotes con construcciones para cada espacio por separado: las habitaciones en una pequeña casa, la cocina en otra, la sala en otra, el templo en otra, y así sucesivamente. De modo que no se cocina en la misma construcción donde se duerme, ni se va al baño donde se hace visita, por ejemplo. Y todo siempre está rodeado de plantas, flores y árboles. Algunos aprovechan las oportunidades de ingresos que brindan los turistas y ofrecen servicios de spa con masajes, clases de pintura, de culinaria, talla de madera, joyería o fabricación de cualquier cosa en sus propias casas, en medio de la abuela, los niños corriendo, el gallo enjaulado y la señoras que afuera hacen visita. Yo me apunté a tres de esos cursos, una buena manera de conocer gente y conseguir con quien compartir los costos de viajes de larga distancia a las playas, montañas, cascadas, islas, templos y otras atracciones que ofrece Bali.
Mi primera mañana en Ubud marqué los sitios que quería visitar en el mapa. La zona urbana de Ubud es pequeña, si hablamos de distancia se puede caminar toda en un día así que imaginé que debería hacer muchos planes para salir de la ciudad.
Sin preguntar por sugerencias agarré uno de los mapas gratis de la recepción de mi hotel y me di a la marcha con cámara en mano, gafas de sol, mucho bloqueador y dos litros de agua en la mochila. A una cuadra del hotel se levantaba una construcción abierta al público, pensé que era un templo por las estatuas de piedra de dioses que inundaban el sitio, pero era un palacio. Me enteré que si fuera un templo tendría por obligación que entrar con falda larga y taparme los brazos, o no se puede entrar. Decenas de fotos más tarde cruzo la calle y encuentro un teatro sin muros, otra maravilla arquitectónica. Tras detenerme un rato a observar los instrumentos tradicionales que descansan en el atrio, compuestos por un grupo de tambores de cobre que imitan gongs de varios tamaños, sigo mi camino. En la siguiente cuadra, uno de los templos más llamativos de Ubud, el Saraswati, ubicado sobre la vía principal y lleno de flores de loto. Han pasado tres horas, mi cámara está medio llena y no me he movido más de dos cuadras, puedo tranquilamente ir al hotel a usar el baño, estoy todavía a la vuelta de la esquina.
Encuentro que esta pequeña ciudad es un sitio estimulante: almacenes con artesanías, ropa con diseños que nunca había visto, productos naturales y ayurvédicos, venta de implementos para yoga, venta de decoración de todo tipo hecha con materiales naturales, restaurantes vegetarianos con comida tradicional indonesia y de muchos otros sitios, cafés con diseños únicos, bares y cualquier cosa que se ofrezca.
El mejor momento del día: el desayuno. Desde la cena estoy pensando en el smoothie bowl que sin falla me como: un plato hondo con la mitad lleno de diferentes frutas organizadas geométricamente y la otra mitad de jugo fresco y espeso, encima lleva granola, coco rallado, yogur, y tal vez un dulce, chips de chocolate o lo que se le ofrezca el cliente. Precio: 3 dólares en un restaurante de lujo.
Se me ha pasado el primer día y aún no he visto las terrazas de arroz que rodean Ubud y a las que se llega en una caminata de 15 minutos. Son kilómetros de cultivos y pequeñas trochas que también se recorren en moto o bicicleta, pero en las que prefiero caminar mi segundo día en Ubud.
Entrando a la zona, apenas unos metros de la vía principal y pasando unas cuantas casas tradicionales, volteo una curva por una calle que se ha convertido en camino y aparece otro mundo, escondido, tal como todo en Ubud se esconde. Ninguna maravilla en este sitio se ve desde lejos. Hay que acercarse, entrar, cruzar y atreverse, para ver lo que hay allí. Un paisaje abierto con grandes terrazas de arroz con plantas que van creciendo o que ya maduras muestran el dorado de las semillas sobre las verdes ramas, cuidadas muchas veces por palmas de coco que las rodean y docenas de patos que a propósito han sido puestos allí para se coman los parásitos, canales de agua que riegan la siembra, trabajadores con sus típicos sombreros redondos y puntiagudos y tal vez uno que otro artesano pintando, tallando madera o haciendo joyas, o alguna familia vendiendo vainilla natural que recogió del patio trasero de su casa. Todo esto a lado y lado de una estrecha trocha en la que uno se siente minúsculo y tal vez vulnerable. Muy poca gente recorre estos sitios al borde de la zona urbana - yo apenas me crucé con unas cinco personas en varias horas - y en los que también se pueden ver lindos ejemplos de arquitectura de bambú, una especialidad en Bali y a donde muchos van a aprender la técnica.
Ya de vuelta al hotel tomo otra ruta, que pasa muy cerca de un parque natural, como si se pudiera establecer un solo parque en ese sitio tan verde. Mientras camino desprevenida siento que me arrancan la botella de agua que llevo en la mano. Mi cuerpo que venía de estar casi en estado meditativo después de recorrer las terrazas, salta, y empiezo a mirar para todas partes confundida, buscando quién pudo atreverse a tanto. Veo las pequeñas motos que pasan por la calle, hombres siempre vestidos con sus trajes tradicionales, tipo el Ketut de la película, unas cuantas mujeres caminando con canastos y sus cuerpos envidiables, como es común en Ubud, veo los almacenes de artesanías, lo miro todo y no entiendo qué pudo haber pasado. Nadie parece reaccionar.
De pronto veo, a unos cuantos metros de distancia y muy cerca al suelo a un mono tomándose mi agua. El muy fresco es uno de los dos mil micos que habitan el más popular parque natural de Ubud, The Monkey Forest, lo tenía marcado en el mapa pero ese era paseo para otro día. Solo en ese momento me di cuenta que los primates se encontraban por todas partes: en los techos de las casas, por los cables de electricidad cruzando de lado a lado la calle, jugando en los balcones, saltando por los árboles. De vez en cuando eran espantados por los locales que con cauchera les advertían devolverse a su parque, pero por su puesto hacen lo que se les da la gana, son salvajes.
Tengo dos semanas para visitar Bali, incluidas las playas y las islas, pero no me quiero ir de Ubud. Aprovecho las numerosas escuelas de yoga para disfrutar de los mejores instructores con los que me topado, aprovecho para comer vegetariano y mucha fruta, compartir con los lugareños amables que no tiene problema con entablar conversación así no hablen inglés, tomar clases de lo que sea o aprender de la historia, recorrer los bosques, cuevas y cascadas a unos cuantos kilómetros de la ciudad, tomar fotos, disfrutar de masajes a 4 dólares la hora.
Dos días antes de mi vuelo de regreso a mi sitio de origen regreso a Denpasar, donde queda el aeropuerto internacional. Allí me quedo cerca a la playa y aprovecho para visitar unos arrecifes y tomar clases de surfear, una estudiante más bien regular debo decir, logré surfear en una clase de una hora, pero solo unas pocas veces. Mi entrenador parece resignado y hasta me regala un coco de agua, no sé cómo interpretarlo, pero no importa, es tan genuino como el resto de los balineses que he conocido. Volví en la tarde a sentarme a su lado y tomar cerveza mientras el sol caía sobre la arena negra, dando la impresión de que una mancha de oro poco a poco se comía la playa.