Varios
1 ene 2023
Toma tu maleta literaria y aborda un vuelo hasta tu destino soñado. ¿Ya te lo imaginas?
EL ECLIPSE
Karina Gutiérrez
En 1998 fue visible en Colombia un eclipse total de sol. Sería el último eclipse total completamente visible en esta parte del mundo antes del nuevo milenio y, por esos azares de la suerte, sería apreciable en la Costa Caribe, cerca de la ciudad en la que yo vivía.
Era el mes de febrero de ese año y yo estaba en la Universidad estudiando Derecho. No hacía mucho había cumplido 18 años, pero ese número no significó mayor cosa para mí, salvo hacer el trámite para sacar la cédula. En muchos aspectos, seguía viviendo en ese estado de indeterminación existencial que es la adolescencia.
Me sentía rara, inadecuada y estaba desesperada por encajar, por encontrar mi tribu para dejar de sentirme una extraña, una forastera en todas partes. Me faltaba mucho por recorrer en la vida para empezar a conocerme y aceptarme.
Pero por esa época creía que no había más alto lugar para ocupar en el mundo reducido en el que me movía que el grupo de los ricos y populares de mi semestre: Susana, Mateo, Mario y Marian. Todos de apellidos ilustres de la ciudad, que llegaban en carro propio a la universidad, que usaban ropa y zapatos de marca, vivían en el barrio más lujoso de la ciudad.
En resumen, parecían tener todo aquello de lo que yo carecía y que yo creía que valía la pena obtener en la vida.
Aún hoy no me explico cómo logré sumarme a la expedición. Por alguna casualidad, estando en cafetería en un descanso entre clases, empezamos a hablar del eclipse y alguien propuso ir a uno de los pueblos en los que se podría ver el fenómeno más de cerca. En retrospectiva, creo que yo misma me invité y no tuvieron excusas para excluirme, pues de todos modos quedaba un cupo en el carro.
El caso es que el 26 de febrero de 1998, nos fuimos los cinco a ver el eclipse en el carro de Mateo desde Santa Marta a la finca en Bosconia que la familia de uno de ellos tenía. Era un jueves caluroso y soleado, de cielo despejado. Perfecto para ver el fenómeno.
Llevábamos nuestras gafas especiales para ver el sol sin dañarnos la vista. Recuerdo el ambiente en el carro mientras hacíamos el trayecto. Al principio me sentí una intrusa, intimidada, incluso, cuando los escuchaba hablar de gente y de lugares que ellos compartían y de los que yo no formaba parte: las fiestas en el country club, las vacaciones en Miami con los que yo solo soñaba. A medida que la conversación derivó a temas comunes, los exámenes, los trabajos, las clases, los profesores que todos detestábamos, mi voz se integró a la charla.
Cuando llegamos, todos esperamos impacientes a que comenzara el eclipse, junto a la familia encargada de cuidar la finca. Tal como había sido previsto, faltando pocos minutos para la una de la tarde, la luna empezó a cubrir el sol.
En ese atardecer anticipado, los pájaros empezaron a chillar en una algarabía confusa y se hicieron visibles las sombras volantes: esos reflejos de luz como destellos en la superficie del agua.
La emoción recorrió el grupo con la certeza de que estábamos viviendo algo especial.
En pocos minutos y por unos instantes, el sol quedó completamente cubierto. El mediodía se hizo noche.
Por ese breve lapso, pudimos ver el sol directamente, sin gafas. Un anillo de luz blanca rodeaba la luna y terminaban en una especie de diamante a un costado del círculo oscuro.
La penumbra nos rodeaba, pero no con sombras espesas, sino con una media luz en la que todo era visible, bañado con una suerte de luz gris.
La emoción nos recorrió a todos, conocidos y extraños por igual. Supe que en ese momento, todos éramos parte de algo más grande y lo sabíamos.
Pasada la una de la tarde, tal como se había ocultado, el sol fue reapareciendo detrás de la luna y oímos a los gallos cantar en ese segundo amanecer. Con el correr de los minutos, el mundo fue volviendo a la normalidad. La finca despertó otra vez.
La emoción nos alcanzó todo el trayecto de vuelta y un poco más. Con el grupo del eclipse las relaciones se volvieron más cercanas, pero nunca formé parte de su grupo. Poco a poco fui entendiendo que no era mi lugar. Mi mundo era distinto al suyo y, además, empecé a conocerme lo suficiente como para saber que me importaba más encontrar otras cualidades en quienes serían mis amigos. Con el tiempo encontré mi lugar en la universidad y en la vida en general. Hice buenos amigos que me acompañaron el resto de la carrera.
Han pasado más de 20 años desde entonces. He logrado hacerme mi propio lugar en el mundo, a veces en compañía de otros, a veces en mi propia compañía. Aun así, más de una vez al día me siento como un ser extraño que no pertenece al entorno. Pero con los años llega la sabiduría, si uno lo permite, y yo sigo aprendiendo.
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EL VIAJE DE MIS SUEÑOS
Nicolás Ramajo Chiacchio
Ya hay pocos sitios a los que me gustaría ir. He viajado mucho, suficiente como para estar medianamente satisfecho y poder reflexionar al respecto. Lo que más he disfrutado de viajar no han sido los sitios, sino la forma de viaje, y esos breves momentos de calma y contemplación, esos momentos únicos que en realidad podés encontrarlos a la vuelta de tu casa.
Recuerdo ver, desde Calabria, a través del estrecho, la pequeña mancha naranja furiosa de la lava del volcán Etna, en Sicilia, adonde llegaría al día siguiente.
Recuerdo subir a una montaña en Bulgaria, en la sierra de Rodopi, y ver, desde la cima de un pico, el nacimiento de dos ríos (que pude localizar en el mapa), uno de cada lado.
Recuerdo, cruzando otra sierra, en Mallorca, de noche, sentir una presencia a un lado del camino, una presencia inmensa, que apenas pude agarrar un mapa (porque fui sin mapa) pude identificar como el Puig Major, el pico más alto de la Sierra de Tramuntana.
Recuerdo, de mis viajes en bicicleta, la sensación de, por la mañana, listo para partir de nuevo, poner un pie sobre un pedal, recargar mi cuerpo y montarme a la bici ya en movimiento. La sensación de libertad que sentía en ese momento no la sentía con nada más, y a la vez no puedo decir que fuera irrepetible pues se repetía cada mañana.
Por eso, si pienso en mi viaje ideal, mi viaje de ensueño, mi viaje soñado, sólo puedo pensar en un viaje acompañado (mis grandes viajes han sido en solitario), en un viaje que sea más una visita, más un estar que un turistear, pienso en el próximo destino.
Pero si todavía me falta un viaje por hacer, más allá de la soledad o de la idea de instalarse, es uno de muchos pasos y atardeceres, uno en el que llevo pensando hace años.
El perro ya ladra y yo todavía despertando, se agita, va de acá para allá, reúne las ovejas, las encierra en un círculo invisible. Yo me desperezo, me saco la manta de encima, el calorcito que guardaba se escapa, y me llega el frío. Pero el frío es bueno, me hace bien, no entiendo la gente que duerme con calefacción. Pongo las ramitas de anoche en orden, un trozo de papel y un poco de pasto seco en el centro, raspo un fósforo y enciendo el fuego. Coloco unas piedras y pongo la pava con agua encima. Me vuelvo a tapar, el frío es bueno pero también es rico estar calentito.
El agua empieza a hacer ruido, jjjjjjjj, está a punto. Cebo el primer mate del día, ahora sí, me levanto, me siento en posición de loto mirando el paisaje, tomando mate, escuchando al perro, observando la masa crema y lanuda del rebaño. En seguida me dan ganas de hacer caca. Me levanto, ahora sí, sobre mis pies, me alejo un poco, hago un pocito, me acuclillo, termino en un ratito. Lo tapo primero con el papel y luego con la tierra que saqué. Listo, como nuevo.
Pongo la sartén al fuego, le echo un chorizo. Con eso y con un cacho de pan y otro de queso, tengo para rato. En pie, vamos, vamos carajo. Manta al hombro, pisoteo el fuego, le meo encima. Marchando.
Chiflo, viene el perro, lo acaricio, juego un poco con él, le doy los buenos días, jadea de gusto, la lengua afuera. Apenas le saco la mano de encima vuelve a ladrar, a controlarlas. Chiflo. ¡Vamos! Arrancamos, el perro sabe lo que hacer. A mí me sigue impresionando que las maneje de esa manera. Cuando me lancé a la aventura no hacía mucho que me habían dicho que, para ser controlable, para comportarse como rebaño, las ovejas tenían que ser al menos ochenta. ¡Ochenta! pensé, pero si son un montón. Yo me había hecho a la idílica idea de llevar quince o veinte.
Retomamos la cañada, caminamos, caminamos. Hay que alcanzar el norte antes que el calor nos alcance a nosotros, antes de que sea verano en toda España, o en Turquía, o en Irán, o en donde sea que esté, en cualquier lugar donde sobreviva la trashumancia y haya que llevar caminando ovejas de acá para allá, de sur a norte, de norte a sur.
Todos los árboles dan sus frutos, dan sus olores, dan su sombra. Pinos, algarrobos, álamos, chopos, robles, castaños, olivos, abedules. Cuando es temporada tuesto castañas y las llevo en los bolsillos. Del olivo se siente el olor de la almazaras cuando empiezan a partir la aceituna, es un olor fuerte y amargo que impregna el valle.
Camino, camino todos los días, subo sierras, bajo colinas, cruzo ríos por los puentes y los arroyos caminando sobre las piedras. Duermo a la intemperie, los refugios de antaño se han caído de viejos, ya nadie recuerda dónde están ni si quedan. Camino y camino, más que haciendo camino, deshaciéndolo. Soy de los últimos que transitan las cañadas, es casi una despedida de este oficio que no es el mío.
Es un viaje solitario, más allá de las ochenta y pico de ovejas y el perro. Pero me cruzo con gente, me invitan un café o un vino. Algunas mujeres me miran como deseando escaparse conmigo, mientras que las muchachas ya ni me miran. Los pájaros me acompañan, de a ratos, las golondrinas suben conmigo.
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LA ASCENSIÓN
Marisol Guato
Hacía una semana que había llegado a Ecuador, país en el que iba a vivir los próximos años, aunque no sabía cuántos exactamente, como me pasa en todos los destinos, y ya había aterrizado mi hermana a ‘acompañar’ el caos inicial. Siempre lo hace, y aunque como digo, llega siempre a un caos de no tener casa, tener todo en maletas, o llegar a una casa sin muebles… es una bocanada de aire fresco que rebaja las tensiones de la ignorancia y las novatadas de recién llegada.
Mi hermana es de esas personas que no pueden estarse quietas, y en seguida agarró su teléfono y empezó a buscar en internet lugares que visitar en Ecuador., sentada en el único sillón del salón casi vacío de muebles, pero lleno de maletas. A los quince minutos estaba llamando a un servicio de alquiler de coches, tan desconocido y yo tan desconfiada que aquello bien no podría salir, de ninguna manera. Mi hermana desdobló el mapa del país que el amable señor que nos atendió en el alquiler de coches nos regaló, seguramente por la cara de despistadas o novatas que teníamos. Empezó a marchar con un bolígrafo que sacó de su mochila una ruta que a ella le parecía la más interesante, no me preguntes por qué, porque las dos conocíamos lo mismo de Ecuador, nada y que es el primer pueblo de migrantes en España, así que cercanía tenemos.
El reto era claro, teníamos que subir a más de cinco mil metros de altura. Las mochilas iban ligeras, una cada una, y vestidas con ropa de montaña ligera nos montamos en el coche y seguimos la línea que mi hermana había marcado en el mapa. Salir de la ciudad y coger la interamericana iba a ser la tarea más difícil de todas, el resto parecía fácil. Bajar de Quito hacia el valle es como montarse en una de las mejores atracciones de un parque, que de repente bajas tanto que empiezas a ver todos aquellos mastodontes de más de cinco mil metros a ambos lados de la carretera.
Un sueño para dos hermanas que aman la montaña. Las dos horas de carretera se nos hicieran amenas, entre la música y los paisajes verdes y blancos en las puntas de toda la cordillera Andina. Una belleza que ambas veíamos por primera vez. Llegamos a la entrada del parque nacional que queríamos visitar, parece que la entrada era más angosta e incómoda de lo que me imaginaba yo, teniendo en cuenta que es un parque protegido. No había garita, ni una barrera, ni siquiera nadie nos cobro por la entrada. A los doscientos metros, me di cuenta que el sedán que habíamos alquilado no era el más apropiado para aquellos parajes. Frené en seco cuando ví un gran charco, como de unos cinco metros de ancho y otros seis de largo. Seguir adelante significaría poder quedarnos en la entrada, en medio de un lodazal, sin poder avanzar. Mi hermana se giró hacia mí, y me dijo muy seria y convencida que acelerara y pasara en primera. Su seguridad hizo que yo metiera la marcha y acelerara tan despacio que aquello pareció cruzar el océano, porque se me hizo eterno hasta que las ruedas delanteras pisaron nuevamente tierra. A partir de allí recorrimos el páramo más hermoso que yo he podido ver jamás, la luz iluminaba en diferentes intensidades la vegetación haciendo de aquello un escenario único.
Las nubes iban tan rápido que las sombras no dejaban ver el mismo lugar dos veces igual, y se vislumbraban las vicuñas y las llamas en toda aquella planicie llena de diferentes verdes, ocres y dorados. Pronto empezamos a ascender, y los gritos no cesaron dentro del carro, de la emoción. Las ventanillas bajadas, a pesar de que el aire cortaba nuestra piel, no podíamos parar de mirar hacia arriba, porque las nubes, en su eterno movimiento, dejaban entrever aquella silueta blanca. la adrenalina que llevaba en el cuerpo se alimentaba de la emoción de mi hermana, de la mía propia, de ir manejando por una subida llena de grutas profundas hechas por los ríos de agua del deshielo, y de la responsabilidad de no quedarnos encajadas allí. Mi hermana tuvo que bajarse unas diez veces del coche para poder guiarme y evitar aquellos surcos, que a pesar del frío a mi me tenían sudando.
Tras más de una hora de travesía casi suicida, llegamos a un parqueadero, donde dejamos el coche de manera lateral, para que no saliera rodando volcán abajo, e incluso mi hermana le puso un par de pedruscos, para reforzar el frenado. El frío era más intenso de lo que esperábamos, y el viento era bastante fuerte. Pero nuestras mochilas no iban llenas de ropa apropiada para ese clima, sobre todo la mía, que con una mudanza internacional pasando por tres casas previas, había muchas cosas de las que me había desprendido, así que ni guantes, ni plomífero, ni cortavientos, ninguna de esas prendas que la gente vasca paseamos por el mundo. Me acurruqué a un lado del coche, evitando la ráfaga de viento, y mi hermana empezó a sacar prendas de su mochila y a envolverme en ellas. Una vez allí, solo nos faltaban doscientos metros para llegar al refugio José Ribas y alcanzar los cinco mil doscientos metros de altitud. Seguro que preparadas no íbamos, no acertamos ni en ropa, ni en el coche, y encima no teníamos ni reservas de hoteles donde quedarnos, pero las carcajadas infinitas no nos faltaron en todo el camino, por el hecho de estar allí arriba, juntas, a pesar de todo.
La subida fue lenta, el viento era fuerte y en nuestra contra, por lo que la tierra volcánica volaba a gran velocidad y había que protegerse los ojos en todo momento. Durante la subida ya notábamos en la respiración y en la cabeza la altura en la que estábamos, incluso vimos a niños caerse de bruces al suelo, por el mal de altura. La subida era muy elevada, así que entre eso y el aire, lo único que podíamos ver era el suelo entre rojo y negro. Pero cuando el viento nos daba tregua, nos girábamos y las nubes nos permitían disfrutar del páramo más bonito en el que habíamos estado.
Llegamos cuarenta y cinco minutos después y sabernos cinco mil doscientos metros ya era motivo de orgullo para ambas, a pesar de mi frío y la incertidumbre de cómo íbamos a salir de allí con aquel coche. Una taza de mate de coca humeante en nuestras manos frente a la chimenea del refugio resultó la mejor de las cumbres.
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UBUD, DONDE LAS MARAVILLAS SE ESCONDEN
Erika González
Todo el que ha visto la película Comer, Rezar, Amar, como yo, reconoce el nombre de Ketut, el guía espiritual de la protagonista, de modo que cuando supe que ese era el nombre del taxista que me llevaría desde la capital de Bali, Denpasar, hasta Ubud, supe que ya había empezado mi aventura en la pequeña isla de Indonesia, qué maravillosa coincidencia, pensé: - sabes qué significa Ketut? Me preguntó el conductor, el Cuarto, se respondió. En Bali los hijos son nombrados el Primero, el Segundo, el Tercero y el Cuarto seguidos por el apellido, después del Cuarto empiezan por el Primero de nuevo. Ketuts hay miles, me desinflé, pero también me di cuenta que no sabía nada de esta isla. Me volví a emocionar.
Mientras Ketut me saca de mi ignorancia mientras maneja mi vista se estrella con una estatua gigante de un dios, tal vez de unos seis metros de altura, a la salida del aeropuerto. Bali es la única isla de Indonesia mayoritariamente budista, no musulmana como el resto. Templos, estatuas, capillas, ofrendas y en general, arte y arquitectura dedicados al budismo están presentes en cada calle y vivienda.
Hora y media se tarda el recorrido de 34 km entre ambas ciudades a las 2 de la mañana, sin tráfico. Ni mi conductor ni ningún otro tienen prisa a pesar de que la tarifa es la misma si llegan en 40 minutos o en dos horas.
Al salir de la ciudad las vías se estrechan y se vuelven curvas. El olor a verde fresco inunda el aire que va cambiando de temperatura mientras nos alejamos de la capital, cerca de la playa, para adentrarnos cada vez más a las áreas boscosas y húmedas de Ubud. Su zona rural de camino a la ciudad va cambiando de una economía a otra, pasando por la zona de artesanos que hacen muebles de madera, luego los que trabajan las telas, después los que hacen esculturas de piedra, los que trabajan el bambú, los que adornan con vidrio, y así sucesivamente. La creatividad desborda esta isla. Hay tanto para ver que me propongo volver a esta vía cuando haya luz del día.
Mi hotel, como la mayoría de los hospedajes, es una casa adecuada, con piscina, restaurante y una familia dueña que vive en ella como si no hubiera extraños entrando y saliendo, con una autenticidad y humanidad que lo hace sentir a uno como si uno fuera parte de su comunidad. Afuera del hospedaje hay un muro con dos puertas que esconden un mundo que se desarrolla adentro, como en todas las casas de Ubud.
Es imposible ver que detrás de esa entrada y un letrero discreto hay una ciudadela. A la entrada una pequeña fuente a la que nunca le faltan las ofrendas de flores y comida dedicadas a ciertos dioses, jardines, cuatro construcciones adornadas estilo budista: uso del dorado en bordes, adornos de madera imitando la naturaleza, columnas verdes, techos curvos con puntas hacia arriba y estatuas de uno o más dioses; una cocina a la vista con comedor exterior donde siempre duerme un perro pequeño y malgeniado, un señor mayor que solo saluda y dos señoras que cocinan. A Un lado de la cocina reposan seis motos pequeñas que alquilan a los huéspedes a cuatro dólares el día de 24 horas, seguidos por una recepción precaria pero llena libros disponibles para lectura, una piscina y finalmente los cuartos renovados con sus baños impecables, distribuidos en dos pisos. Todo lleno de plantas y flores. Precio: 10 dólares la noche en pleno centro.
En Ubud las viviendas son grandes lotes con construcciones para cada espacio por separado: las habitaciones en una pequeña casa, la cocina en otra, la sala en otra, el templo en otra, y así sucesivamente. De modo que no se cocina en la misma construcción donde se duerme, ni se va al baño donde se hace visita, por ejemplo. Y todo siempre está rodeado de plantas, flores y árboles. Algunos aprovechan las oportunidades de ingresos que brindan los turistas y ofrecen servicios de spa con masajes, clases de pintura, de culinaria, talla de madera, joyería o fabricación de cualquier cosa en sus propias casas, en medio de la abuela, los niños corriendo, el gallo enjaulado y la señoras que afuera hacen visita. Yo me apunté a tres de esos cursos, una buena manera de conocer gente y conseguir con quien compartir los costos de viajes de larga distancia a las playas, montañas, cascadas, islas, templos y otras atracciones que ofrece Bali.
Mi primera mañana en Ubud marqué los sitios que quería visitar en el mapa. La zona urbana de Ubud es pequeña, si hablamos de distancia se puede caminar toda en un día así que imaginé que debería hacer muchos planes para salir de la ciudad.
Sin preguntar por sugerencias agarré uno de los mapas gratis de la recepción de mi hotel y me di a la marcha con cámara en mano, gafas de sol, mucho bloqueador y dos litros de agua en la mochila. A una cuadra del hotel se levantaba una construcción abierta al público, pensé que era un templo por las estatuas de piedra de dioses que inundaban el sitio, pero era un palacio. Me enteré que si fuera un templo tendría por obligación que entrar con falda larga y taparme los brazos, o no se puede entrar. Decenas de fotos más tarde cruzo la calle y encuentro un teatro sin muros, otra maravilla arquitectónica. Tras detenerme un rato a observar los instrumentos tradicionales que descansan en el atrio, compuestos por un grupo de tambores de cobre que imitan gongs de varios tamaños, sigo mi camino. En la siguiente cuadra, uno de los templos más llamativos de Ubud, el Saraswati, ubicado sobre la vía principal y lleno de flores de loto. Han pasado tres horas, mi cámara está medio llena y no me he movido más de dos cuadras, puedo tranquilamente ir al hotel a usar el baño, estoy todavía a la vuelta de la esquina.
Encuentro que esta pequeña ciudad es un sitio estimulante: almacenes con artesanías, ropa con diseños que nunca había visto, productos naturales y ayurvédicos, venta de implementos para yoga, venta de decoración de todo tipo hecha con materiales naturales, restaurantes vegetarianos con comida tradicional indonesia y de muchos otros sitios, cafés con diseños únicos, bares y cualquier cosa que se ofrezca.
El mejor momento del día: el desayuno. Desde la cena estoy pensando en el smoothie bowl que sin falla me como: un plato hondo con la mitad lleno de diferentes frutas organizadas geométricamente y la otra mitad de jugo fresco y espeso, encima lleva granola, coco rallado, yogur, y tal vez un dulce, chips de chocolate o lo que se le ofrezca el cliente. Precio: 3 dólares en un restaurante de lujo.
Se me ha pasado el primer día y aún no he visto las terrazas de arroz que rodean Ubud y a las que se llega en una caminata de 15 minutos. Son kilómetros de cultivos y pequeñas trochas que también se recorren en moto o bicicleta, pero en las que prefiero caminar mi segundo día en Ubud.
Entrando a la zona, apenas unos metros de la vía principal y pasando unas cuantas casas tradicionales, volteo una curva por una calle que se ha convertido en camino y aparece otro mundo, escondido, tal como todo en Ubud se esconde. Ninguna maravilla en este sitio se ve desde lejos. Hay que acercarse, entrar, cruzar y atreverse, para ver lo que hay allí. Un paisaje abierto con grandes terrazas de arroz con plantas que van creciendo o que ya maduras muestran el dorado de las semillas sobre las verdes ramas, cuidadas muchas veces por palmas de coco que las rodean y docenas de patos que a propósito han sido puestos allí para se coman los parásitos, canales de agua que riegan la siembra, trabajadores con sus típicos sombreros redondos y puntiagudos y tal vez uno que otro artesano pintando, tallando madera o haciendo joyas, o alguna familia vendiendo vainilla natural que recogió del patio trasero de su casa. Todo esto a lado y lado de una estrecha trocha en la que uno se siente minúsculo y tal vez vulnerable. Muy poca gente recorre estos sitios al borde de la zona urbana - yo apenas me crucé con unas cinco personas en varias horas - y en los que también se pueden ver lindos ejemplos de arquitectura de bambú, una especialidad en Bali y a donde muchos van a aprender la técnica.
Ya de vuelta al hotel tomo otra ruta, que pasa muy cerca de un parque natural, como si se pudiera establecer un solo parque en ese sitio tan verde. Mientras camino desprevenida siento que me arrancan la botella de agua que llevo en la mano. Mi cuerpo que venía de estar casi en estado meditativo después de recorrer las terrazas, salta, y empiezo a mirar para todas partes confundida, buscando quién pudo atreverse a tanto. Veo las pequeñas motos que pasan por la calle, hombres siempre vestidos con sus trajes tradicionales, tipo el Ketut de la película, unas cuantas mujeres caminando con canastos y sus cuerpos envidiables, como es común en Ubud, veo los almacenes de artesanías, lo miro todo y no entiendo qué pudo haber pasado. Nadie parece reaccionar.
De pronto veo, a unos cuantos metros de distancia y muy cerca al suelo a un mono tomándose mi agua. El muy fresco es uno de los dos mil micos que habitan el más popular parque natural de Ubud, The Monkey Forest, lo tenía marcado en el mapa pero ese era paseo para otro día. Solo en ese momento me di cuenta que los primates se encontraban por todas partes: en los techos de las casas, por los cables de electricidad cruzando de lado a lado la calle, jugando en los balcones, saltando por los árboles. De vez en cuando eran espantados por los locales que con cauchera les advertían devolverse a su parque, pero por su puesto hacen lo que se les da la gana, son salvajes.
Tengo dos semanas para visitar Bali, incluidas las playas y las islas, pero no me quiero ir de Ubud. Aprovecho las numerosas escuelas de yoga para disfrutar de los mejores instructores con los que me topado, aprovecho para comer vegetariano y mucha fruta, compartir con los lugareños amables que no tiene problema con entablar conversación así no hablen inglés, tomar clases de lo que sea o aprender de la historia, recorrer los bosques, cuevas y cascadas a unos cuantos kilómetros de la ciudad, tomar fotos, disfrutar de masajes a 4 dólares la hora.
Dos días antes de mi vuelo de regreso a mi sitio de origen regreso a Denpasar, donde queda el aeropuerto internacional. Allí me quedo cerca a la playa y aprovecho para visitar unos arrecifes y tomar clases de surfear, una estudiante más bien regular debo decir, logré surfear en una clase de una hora, pero solo unas pocas veces. Mi entrenador parece resignado y hasta me regala un coco de agua, no sé cómo interpretarlo, pero no importa, es tan genuino como el resto de los balineses que he conocido. Volví en la tarde a sentarme a su lado y tomar cerveza mientras el sol caía sobre la arena negra, dando la impresión de que una mancha de oro poco a poco se comía la playa.
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MI PLAN FAVORITO
Luz Jeny Vargas
Siempre he sentido que los aeropuertos son lugares mágicos donde se respira el aire excitante de los viajes. Son una especie de portal abierto que nos conduce por sus pasillos, sus escaleras eléctricas, sus carteles que invitan a recorrer maravillas locales y nos lleva a la puerta más emocionante para mí: la entrada al avión. Ya allí todo es vacaciones, emoción, preámbulo de momentos muy especiales, posibilidad de crear otras vivencias sin los condicionamientos de las rutinas cotidianas, donde se vive sin esfuerzo en el presente y se está para disfrutar cada instante. Si, ya se que hay viajes de trabajo, pero todos los vivo como un grato paseo que la vida me regala de tanto en tanto. Un día o varios meses, qué más da el tiempo si el reloj se recrea en estos granitos de arena tan valiosos?
Tengo en mi mente cada paso de la aventura de viajar en avión: las filas de sillas en perfecto orden, el sonido de los cinturones de seguridad al ajustarse, la música suave que aclimata el momento, los auxiliares de vuelo con su sonrisa a flor de piel y su diligencia para acomodar, acompañar, subir maletas y cerrar compartimientos de equipaje, el movimiento de los pasajeros habitando ese enorme y a la vez reducido espacio para compartir la travesía, el mensaje que nos anuncia que se ha cerrado la puerta principal del avión y que en contados minutos partiremos. Espero el despegue ocupando cómodamente mi silla, apreciando esos minutos de antesala, que permiten un pequeño tiempo para apreciar lo que está ocurriendo a mi alrededor. Mi lugar favorito es la ventana, aquella que me permite ver cómo nos elevamos, dejando cada vez más abajo la ciudad, con sus cuadras geométricas, sus avenidas que parecen caminos de hormigas, sus parques y casas de pesebre, y todo el maremágnum de la vida que ahora yo dejo, para sumergirme en el ancho cielo.
No olvido las hermosas imágenes de las nubes y sus caprichosas formas, que atravesamos como si fuesen grandes ositos de peluche blando y luego, cuando el avión llega a los pies de altura que requiere, ese inmenso piso blanco que nos separa de la madre tierra y nos transporta a otra dimensión y el cielo azul que si nos concentramos en su máxima altura se adivina de un color azul añil, preámbulo de ese espacio oscuro que es la verdadera esencia de las cosas. Si volamos sobre el mar nos sorprenden las motitas blancas que apenas se ven aposentadas en el brillo de su superficie, de un verde plata intenso. ¿Puede haber sensación de libertad más grande que volar sobre el mar, sentirse sin piso duro?
Los ríos son sinuosos reptiles que perezosamente trazan arcos arbitrarios y las montañas pequeños gigantes atravesados en la mitad de la inmensidad. Puedo evocar mil paisajes que he divisado desde ese privilegiado lugar, que me han conmovido y enseñado la maravilla de la creación. ¡Cómo quisiera atravesar esa ventanilla de gruesos vidrios y desplegar mis alas para sentir el aire en mi cara, acercarme velozmente a esos lares y luego planear suavemente para recorrerlos con asombrada calma! Este trance puede tomar una o diez horas, puedo dirigirme a una pequeña ciudad o un país lejano, siempre me produce la misma felicidad y curiosidad. Y si somos bendecidos y nos acompaña la noche, con su manto de estrellas o mejor aún, la luna y su metálico encanto, mis ojos no pueden despegarse de esa ventanilla mágica, al sentir que me arrulla el negro abrazo de nuestro más básico entorno. Allí he entendido que el todo es negro y profundo, que la luz es una invitada de la vida.
Pero el momento más emocionante, más temido y a la vez más esperado es el aterrizaje. Si observamos con atención, podemos apreciar en nuestro cuerpo el avión planeando, acercándose poco a poco a la tierra, meciéndose, bajando su velocidad, alistándose para el momento definitivo y la tripulación, que ha estado atendiendo cada circunstancia, se prepara para el cierre de la travesía. La tierra ahora se acerca; las casas, que antes eran diminutas, van tomando su dimensión real y los árboles crecen ante nuestros ojos. Pronto vemos pasar muy presurosamente la pista de aterrizaje y en un momento muy especial, besamos el planeta y se inician los segundos más intensos del vuelo, aquellos en los cuales la velocidad pura se experimenta en toda su realidad; nuestro pájaro metálico pone los frenos a fondo y ese contraste entre la velocidad de crucero ahora menguante y la necesidad de parar, de detenerse, nos ofrece una experiencia inolvidable para mi. Ese es mi momento preferido del viaje, no olvido esa emoción, ese sonido, esa energía! En tiempos pasados los pasajeros aplaudían la proeza del piloto y la tripulación, ahora las miradas expresan la tranquilidad asustada de sortear el trance y llegar con vida y sin un rasguño.
Ahora viene a la vez la calma de llegar al destino y la algarabía de nuestros compañeros de viaje desabrochando sus cinturones, recuperando de sus lugares temporales sus pertenencias. Veo las caras de satisfacción, la ansiedad por descender y comenzar la aventura y me dispongo a mi encuentro con otro clima, otros lugares, otros olores y sabores, nuevas experiencias que me aguardan. Todo aquello que preparé ahora llega a su presente y de nuevo me encuentro con el aeropuerto que me recibe. Respiro profundamente ese nuevo aire que me embriaga y lleno mi corazón de toda la alegría que me produce una nueva oportunidad para viajar!!
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EL PARAÍSO CHOCOANO
Carolina Carvajal
Suave brisa, apacible y serena que evoca el río Atrato, sonidos de tambores y chirimía vibrante, que hacen perfecta sinfonía con olores maderosos y sonsonantes, iluminados por un sol perfecto, que hacen de este lugar, una combinación perfecta entre la calidez y la humedad.
Mi primer saludo es con el río Atrato, un lugar sencillo pero especial que logra atrapar mi olfato y me lleva a adentrarme casi de inmediato en la cultura de esta Región. Una casa hecha en madera cuidadosamente colocada a la orilla del río, me permite deleitar también la vista, que se mezcla con la calidez de bellas personas oriundas del Pacífico, quienes me invitan a pasar a lo que yo llamaría "el paraíso Chocoano" . He revisado el menú minuciosamente y me cuesta tanto decidirme por solo un plato, ya que este lugar ofrece variadas exquisiteces, desde langostinos encocados que llaman, cangrejo al ajillo y su típica cazuela chocoana, para los amantes de la comida de mar es realmente un paraíso.
Mientras aguardo la comida, puedes divisar un largo tramo del río, pescadores en sus largas canoas y hasta niños lanzándose del puente al agua como práctica de la pesca artesanal y del snorkel. "Un anzuelo para un pez, un ojo abierto..." Por supuesto que caí en el anzuelo y me dejé sumergir con deleite por la diversión de este viaje. Quibdó tiene una esencia particular, porque todo lo que brota en esta tierra tiene energía retumbante que se transmite a través de su música, su comida, su gente, esa explosiva combinación pretende hacerme explotar, por lo que, sin duda caería nuevamente en el anzuelo, pero esta vez seré su ojo abierto, para invitarlos a caer en ella también.
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UNA VIDA REAL
Lorena Alzamora
Antes de partir al más reciente viaje, camino al sur, ya podía respirar la libertad que me brinda salir de mi cotidianidad, perderme en algún lugar hermoso del mundo y huir de la rutina que a veces ahoga incluso mis suspiros.
En 1982 por primera vez pisé, con aquellos piecitos de niñita pequeña, la tierrita de Bogotá, Colombia. Era tan pequeña que no recuerdo muy bien ese año que viví en tan linda ciudad. Tan solo tengo fotos de ese recuerdo junto con mi madre en varios lugares icónicos, de paredes antiguas, ruinas llenas de historia y hermosas palomas que rodeaban mi cuerpito, solo para picar un granito de maíz. Lo hermoso que se veía en las fotos me hizo soñar con volver algún día, pero el recuerdo se perdió en mi mente y nunca pude recuperarlo.
Ahora, después de 40 años, me encuentro saliendo de mi comodidad de viaje a este hermoso país del sur que me llena de energía y recarga mi paz. Existe una hermosa conexión en mi alma con este lugar, tanto que al tocar pie en la tierrita ya me sentí parte de ella, y ella, parte de mí. Por primera vez viajaba sola con Catalina, de tan solo 5 años. En esta ocasión yo me había convertido en una mama valiente a la que no le importaba ya perderse en un país extraño porque sabía que cada vez que se perdiera se encontraría a sí misma, cada vez un poco más, recuperando pedazos de esa época en la que todo era diferente; reencontrando su esencia humana y su alma guerrera.
Llegamos sin miedo la primera noche, casi de madrugada. Cargaba a Catalina en los brazos, que llegó cansada del vuelo. Sabía que no estaba sola, que su poder superior le envía ángeles a su vida siempre que lo necesita y que le ayudan en cada travesía que emprende. Así fue. En ese momento se acercó Lineth, una amable señora, de aquellas rolas elegantes, de cabello rizo y gabardina terracota, que me miró cuando me vio un poco enredada con el equipaje y con Catalina en mis brazos. Decidió a ayudarme. Le di las gracias a mi yo superior: “gracias nunca dejarme sola”, dije, para mis adentros. “Veo que te hospedas en el centro, ten cuidado en las noches”, me comentó Lineth al despedirse. En el fondo, yo sabía que iba a estar bien y que iba con la mejor compañía: yo misma, mi poder superior y Catalina.
En esos días, en la hermosa ciudad de Bogotá, me perdí entre su cultura y sus calles llenas de grafittis coloridos. Nos quedamos cerca de la carrera 19, en el centro de la ciudad. Allí difruté mezclándome entre las personas. Me sentía una rola más, una local, jamás como una extraña. Bogotá me recordaba, quizás, que en otra vida nací aquí.
Todos los días fueron una aventura diferente en la que despertábamos muy temprano, revisábamos el itinerario y la lista de parques de diversiones, y salíamos a bañarnos de magia y gente linda. Bajo la lluvia a veces nos encontrábamos saboreando la brisa fría, que nos llenaba de dulzura y semejaba un nuevo despertar. Restaurantes deliciosos, gastronómicamente ricos y tan populares como su querido ajiaco también nos acogieron, así como lugares turísticos llenos de historias de valentía e independencia, de aquellos tiempos en que Panamá era uno con la Gran Colombia. Es que la tierrita tiene sabor a cumbia, música que encanta, y personas soñadoras.
Todo el itinerario estaba muy organizado, pero teníamos el corazón abierto a lo impredecible; queríamos sentir la magia de lo inesperado, sentir el aroma del mejor café, como el de la esquina de donde nos hospedábamos. Nos sentábamos cada mañana y el dueño nos recibía siempre con una cálida sonrisa y nos hacía degustar de un desayuno que, además de económico, nos abrazaba el corazón con un latte calilentito y un emparedado sencillo de jamón que nos hizo las mañanas más felices.
En las noches, caminamos por un lugar llamado el Chorro de Quevedo, que mágicamente transformaba las noches de Bogotá de colores, y creaba un ambiente divertido. La música y los bailes populares nos esperaban. Personas de diferentes nacionalidades hacían espectáculos de chistes. Cómo disfrutamos esta clase de libertad… Ninguna de las dos quería salir de esa realidad. No queríamos regresar.
Mi Catalina, tan intuitiva y observadora, a veces sentía cuando su mamá estaba perdida por callejones largos y escondidos, pero llenos de luz y color. Me decía “Mamá, ¿nos perdimos verdad?” Con una risa le contestaba que no se preocupara, que siempre perdiéndonos es cuando más nos íbamos a encontrar.
Un día en una caminata en Plaza de Bolívar nos encontramos con una hermosa llama llamada Tommy. Catalina se montó, decidida a dar su paseo por toda la plaza, asombrada por el pelaje marrón con blanco de la llama. Disfrutó cada momento. Fue un paseo que quedó grabado con una linda foto para el recuerdo.
Bebimos aromáticas, una bebida caliente y tradicional, con un sabor dulce y esa mezcla de hierbas originarias de Bogotá. Obviamente queríamos subir la temperatura de nuestros cuerpos de los 10 grados a los que no estábamos acostumbradas. Igual nos encantaba sentir el frío y vestirnos de abrigos hermosos, bufandas, guantes y sentir la brisa con la lluvia, con gotas tan frías cayendo sobre nuestros rostros, esperando lo impredecible de esta ciudad mágica.
Nos encontramos con amistades que nos llenaron el alma y de hermosas conexiones que hicimos con algunas personas que jamás olvidaremos.
Aquellos momentos han quedado plasmados en nuestros corazones como un tatuaje de almas. Wao, fue la mejor experiencia para iniciar el año nuevo.
Cada sentada a tomar aromáticas, cocteles deliciosos como uno muy creativo llamado Amatista en una mágica cafetería denominada Mariposa de cristal (hasta su nombre nos invitaba a sentarnos y nos hipnotizaba con sus mensajes positivos escritos en sus paredes) donde se dieron tantas conversaciones profundas, de esas que no puedes tener con cualquiera, de esas que te inspiran y te llenan el corazón de amor.
Qué libertad se siente al viajar. El corazón palpita por el asombro, cual niño juguetón. Es lindo sentirse un extraño y entender que somos infinitos, que el mundo lo es y que somos parte de algo más que nosotros: ciudadanos de un universo hermoso.
Bogotá quedó en mi corazón para siempre y en el camino de la vida espero que nos volvamos a encontrar.
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ISLANDIA
Enrique Patiño
Intenta una vez más: Eyjafjallajökull”, me dice el guía.
Lo intento una vez más. Lo hago mejor que antes. A pesar de la complejidad de la palabra, la voz del guía la pronuncia suave, casi como en un susurro. Hace mención al volcán de 1.666 metros del que emerge lava justo frente a mí, en el norte de Skógar, en Islandia. Estoy absorto: una lava espesa corre a pocos metros de mí, y el calor es infernal, pero más brutal resulta el invierno de -6 grados que el guía parece no sentir y a mí me obliga a hundir la nariz entre una bufanda a pesar del volcán vecino. La lava funde la nieve y el crepitar lento es como el borboteo de una caldera que consume sus últimas gotas.
El fuego y la nieve unidos me llevan a caer de rodillas, agradecido por la energía de un territorio que parece recién inventado, o al menos previo a los humanos, básico y deslumbrante, en un holoceno permanente. La naturaleza me resulta sobrecogedora y mi alma agradece.
He decidido ir en invierno porque albergo la esperanza de una noche magnética de auroras boreales, pero ese deseo supremo se me ha resistido hasta el momento. Estoy acostumbrado a desilusiones así: el Cristo Redentor del Corcovado se escondió entre la bruma durante toda nuestra visita a Rio de Janeiro.
Mi familia me ha acompañado en esta travesía entre gente de rasgos esquimales, de aspereza en el trato y suavidad en el acento, donde la música es refugio creativo y el tiempo en casa es expansivo para sus habitantes debido a las permanentes bajas temperaturas. Todo es mínimo en este clima extremo, y todo es memorable.
Es la última noche de un viaje que nos ha llevado a caminar entre cascadas que nos han robado el aliento como la de Seljalandsfoss, Skogafoss, Gullfoss y Svartifoss, a caminar en playas con icebergs sueltos que flotan lentos mientras se consumen bajo el sol y que dejan en claro también nuestro efímero paso por la vida. Hemos visitado los lugares donde nuestras bandas islandesas favoritas, Kaleo y Of Monsters and Men, han grabado sus videos, comimos pescado fresco en el mercado de Reikiavik, nos bañamos en un sauna y nos sumergimos en aguas termales en medio de la temperatura gélida invernal, vimos los géiseres de Haukadalur y visitamos las cuevas de hielo. Estamos agotados. Así nos sentimos frente al Eyjafjallajökull, el volcán de dulce y complejo nombre: Exhaustos pero felices. Hemos pasado por los territorios inhóspitos que Walter Mitty visitó en la película de Ben Stiller, y hemos repetido como un mantra la frase de la revista Life que él menciona en la cinta: “Ver el mundo, afrontar peligros, traspasar muros, acercarse a los demás, encontrarse y sentir. Ese es el propósito de la vida”.
Nos levantamos. Antes de irnos, el guía señala el cielo y dice: “Sjáðu, norðurljós”. Enseguida nos traduce: “Miren, una aurora boreal”.
El cielo magnético baila y cambia de colores como si medusas etéreas bailaran en el cosmos. El espectáculo nos conmueve. Por fin podemos verlo. Lágrimas brotan y el frío las transforma en hielo.
La nieve cruje a nuestras espaldas y la lava sigue avanzando mientras el cielo danza. No hay más palabras. Ninguna alcanza para este momento.
Gracias, vida. “Takk, líf”.
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CUANDO LA IMAGINACIÓN NAVEGA
Carlos Hugo Jimenez
Hace un año me 'embarqué' en la gran aventura!!! Y fue a través de la magia literaria del antropólogo y explorador botánico Wade Davis. Él, con una sapiencia extraordinaria hizo que mis pies pisaran el fantástico mundo de la selva amazónica!!! Ese "tiquete' de más de 640 páginas me otorgó el derecho, no solo de conocer la vida y obra de Richard Evans Schultes, otro de los inmensos exploradores de regiones vírgenes, sino de la Sierra Nevada de Santa Marta, pero sobre todo de los ríos, lagos, lagunas, ríadas, manglares, culturas indígenas, otros grupos nativos aún (por fortuna) blindados al mundo injusto e indiferente. El río, así se llama la obra de Davis, escudriña los secretos magníficos, en ocasiones inverosímiles, pero tan realistas que arrugan el alma, unas veces de emoción, otras de amargura y dolor como cuando describe la trágica desaparición de Timothy Plowman, quien no alcanzó a emular las gestas de Schultes.
En alguna de esas 'estaciones' Davis se atreve a contar en detalle el papel del caucho en una etapa tan trascendental para el mundo como fue la Segunda Guerra Mundial y más adelante, el descubrimiento de la coca, la planta de la inmortalidad para los incas. La coca no es el monstruo satánico que desde décadas nos han pintado. Es otro cuento y un cuento fundamentado en las creencias de quienes acudieron a sus bondades con el propósito de mitigar ansiedades humanas y contribuir con los avances en la medicina. Los carteles y las mismas autoridades que dicen luchar contra el delito, se han encargado de recrear, alrededor de la coca, la historia fatal.
Gracias Davis por ponernos esa alfombra verde y poder ingresar a una de esas malocas que describes con maestría y conduce a creer que el paraíso está más cerca de lo que pensamos!!! Pero como en todo relato épico, no faltan los 'villanos'; quizá la malaria que estuvo a punto de acabar con Schultes, las culebras venenosas, el recelo de algunas tribus o la burocracia, la maldita burocracia que causa más daño que cualquier caimán negro, impactaron en el curso normal de los episodios que la pluma endiosada de Davis va trazando en un recorrido inmenso, fabuloso, emotivo, maravilloso. Debo anotar que ese 'boleto' de viaje me lo obsequió hace poco más de un año el gran Kike Patiño, uno de nuestros guías en estos ejercicios de escritura. EL RÍO te lanza al misterio de la selva amazónica.
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POCHO
Andrés Peña
Cierro los ojos y estoy allí, fuera de mi cuerpo, en el destino que yo escojo, que yo decido.
Yo soy una pluma que flota liviana en un mar sin olas. Una pluma blanca grande de un animal viajero que vuela sin ataduras ni atavíos.
Cierro los ojos y mi columna encorvada como el caparazón de un insecto se yergue como torre de catedral primada que apunta hasta el firmamento.
Mis extremidades pierden su perpetua rigidez y flácidamente permiten ser estiradas a cada lado de mi cuerpo. Puedo moverlas sin temor a que ellas involuntariamente se recojan con violencia y vuelva ser el insecto aquel que soy todos los días de mi vida.
Cierro los ojos y ligero mi cuerpo adopta posiciones diferentes en el espacio, los segmentos corporales se disocian de mi tronco y se mueven a placer formando espuma blanca en medio de este azul verdoso que me sirve de medio para viajar a mi destino.
Braceo y braceo sin cansarme. La dicha del movimiento supera la fatiga. Siento el dolor de los músculos llegando al extremo.
Por un momento me detengo para observar lo que me rodea. A lo lejos se levanta una pared de agua. Una ola que se forma y me desafía con su majestuosidad. Para llegar debo atravesarla, debo sortearla como el torero cuando lo embiste el toro. Así que avanzo, feliz de ser etéreo, de moverme con ligereza en este cuerpo prestado.
Pero abro los ojos. La pesada vigilia hace presencia derrotándome una vez más sin poder imaginar, sin poder soñar. Vuelvo a estar conectado a cables que me alimentan, a personas que me mueven, a ver los mismos colores: el blanco del techo como la hoja en blanco en el que titila la guía del computador.
¿Mi destino? Mi destino es ser otro.
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DESCUBIERTO
Bárbara Zambrano
La luz de la luna tiñe con brillo las nubes, desde la tierra es difícil de divisar pero cuando vuelas, estas a nivel del cielo, el viento es parte del proceso que te permite avanzar, nada parece inalcanzable, la Luna se hace íntima con tu alma y te permite soñar con muchas posibilidades. La noche o el día, la lluvia o el sol, es parte de la experiencia de volar.
En la primera etapa de mi viaje, se va sintiendo la liberación que tiene todo turista, sabes que nadie te conoce y no te juzgará porque de hacerlo, no importa, no lo verás más. La relevancia es adquirida por un paisaje, la gastronomía, historia o cultura de todo lugar que visitas. Vas coleccionando olores porque cada zona geográfica tiene su propio aroma, cada mar o cada montaña desprende su propia identidad y la puedes registrar apenas cierras los ojos y respiras, llenas tus pulmones para que cada tramo de vida se funcione con tu existir y al exhalar, todo quede contigo.
Tu mirada se llena de colores, unos vivos y otros no tanto, forman ese abanico de cosas nuevas que te exaltan, el corazón palpita de emoción porque no sabes si a la vuelta de la esquina vas a encontrar algo demasiado nuevo, demasiado extraño o demasiado diferente a los parámetros de tu entorno habitual, sabes que te estremecerá y la expectación se vuelve el principal condimento de la narrativa. Para bien o para mal, cada sensación cuenta y la experiencia se queda para siempre tallada en tu memoria, las fotos registran momentos, personas y cosas, pero la mente se queda con la percepción.
Los sabores se difuminan como reiniciando las crónicas culturales de la comida que consumes rutinariamente, cada sabor nuevo, la canela no es un condimento para el dulce, ¡ponle un poco de azúcar al pollo! y la carne tiene tantas presentaciones que la confundes en el desayuno. Texturas, el placer de rozar, la combinación de los sentidos y el registro innato que fabrica la idea de que en otros tiempos, cuerpos o espacio pudiste estar allí y ya no lo recuerdas.
Claro… genéricamente hablando. Se que es un bucle de sensación que se repite y repite tras cada viaje. Soy una amante insatisfecha, cada sitio me brinda la experiencia y el hábito lo arruina, corro a los brazos de otro lugar que me vuelva a excitar con la misma intensidad. Eso eres ahora, mi actual hallazgo.
No te sientas raído, el romanticismo no me lleva a la idealización, valoro tu rareza, celebró tus triunfo, añoro tu historia, extraño tus victorias, disfruto tus virtudes y así voy llenandote de halagos porque soy una turista y no puedo indagar en eso que te hace cruel con el que habita diariamente en el núcleo de tu ser. Solo soy una manceba disfrutando de tu néctar, solo unos días hasta que baje la marea. Tus árboles tienen un color diferente, tu arquitectura es estrambótica e imponente, me seduce el aroma de esencias que viaja en el ambiente y la modernización atenta con destripar cualquier confidencia histórica.
Camino saciada por tus calles, sonriendo porque soy ajena a las quejas que hay de ti, me deslumbras, me aludes y me consumes. Soy una exploradora que examina cada tramo de tu territorio, estoy temporalmente aquí descubriendo quién eres, qué ofreces, donde estas, ¿porque existes?. Me encantó viajar por tus territorios.
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MI TAN ESPERADO VIAJE
Alejandro Marseglia
Querido amigo, voy a ir escribiendo un diario de viajero, así vas conociendo mis experiencias:
Tanto tiempo organizando este viaje a Japón y me demoran el vuelo, me quiero matar!
Al fin, después de seis horas desde que llegué al aeropuerto, ya he abordado y esperando que pasen amenamente las próximas 29 horas de vuelo, con escala de cinco horas en Houston. Gasté más de dos mil dólares en este vuelo, así que voy a exigir un muy buen servicio!
Ufff… 40 horas viajando y a estos japoneses no se les ocurre mejor idea que revisar todas las valijas.
¡Qué hotel de mierda! La cama hundida, la almohada muy alta,
la vista desde mi ventana es… otra ventana!, el agua tarda diez minutos en llegar caliente. Maldito el momento en que no elegí el Caribe.
Este paseo fue un desastre, mucha pobreza, la gente vendiendo en la calle que parecen limosneros, los pies hundidos en la escarcha, cagado de frío y encima…
¿Qué es eso? El cartel de esa pagoda dice "DOJO, acá termina tu viaje de búsqueda y empieza tu encuentro".
Querido amigo, disculpa que tardé quince años en volver a escribir, pero acabo de recibirme de maestro Zen y recién salgo por primera vez al mundo exterior.
Como única explicación a mi ausencia te digo, no sigas buscando fuera de tí lo que se te ha dado, no persigas lo que en tu interior tienes atrapado.
No hace falta viajar al lugar soñado para llegar al lugar deseado.
Deseo que te encuentres en paz y armonía. Seguramente la vida te estará colmando de alegría y de dones.
Te despido con todo mi amor, amigo querido!
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DON TITO
Piedad Granados
Miércoles. Día de encuentro del papa Francisco con sus fieles en Roma. Ahí estamos don Tito y yo. Él, cercano a los noventa años y yo, cincuentona. Él, tan colombiano como yo pero más entregado (mucho más) a los mandamientos del cristianismo. Y no solo eso: Aventurero, emprendedor, predicador.
Esta historia podría ser una más de un fiel cristiano que logra un encuentro con el patriarca de la iglesia católica y basta. Pero detrás hay mucha tela de dónde cortar.
No es frecuente ver un hombre de avanzada edad con la fuerza vital de un jovencito y que atraviese el planeta para vivir su propio peregrinaje en tierras lejanas. Justamente por eso nació la idea de escribir estas letras.
Toda esta historia comenzó durante el periodo de la pandemia. El virus del covid buscando presa fácil se instaló en su cuerpo llevándolo a un limbo temporal que puso en vilo a su entera familia. Cuando despertó, lejos de los colmillos furiosos del agresivo virus, aseguró que una fuerza divina le otorgó la gracia de volver a la vida bajo una única condición: predicar la palabra sagrada. Absolutamente agradecido y convencido de que para nutrir su sermón estaba obligado a conocer de primera mano los acontecimientos en el lugar donde hicieron historia, alistó maleta, pasaporte y se embarcó en un viaje desde Ibagué hasta la ciudad de Milán en Italia como primera parada pero con la mirada puesta en la tierra donde tuvo inicio el cristianismo: Jerusalén.
Don Tito no falta a la misa diaria, camina kilómetros y kilómetros pregonando con un megáfono la palabra de Dios y tiene la vocación de servicio tatuada en el alma desde siempre. En el registro anagráfico de Rovira en el Tolima también lo conocen muy bien, pues por allá pasó las nueve veces que se presentó para registrar a sus hijos.
Para los primeros días de septiembre ya se encontraba en el medio de los hemisferios oriental y occidental con una de sus hijas y su yerno en el viaje que ni él mismo lograba creer: Jerusalén en todo su esplendor se presentó con su cúpula dorada en el fondo.
El triángulo de las tres religiones monoteístas le abrió paso por esas calles empinadas que recorrió Jesúscristo, según la historia sagrada, y que sobreviven al tiempo y a las multitudes. Don Tito las caminó sin prisa y sin pausa en medio de mezquitas, iglesias y sinagogas. En medio de creyentes fervorosos, turistas curiosos y agnósticos sedientos de páginas repletas de historia.
Quisiera haber sentido el latir de su corazón al instante en que se inclinó ante “el santo sepulcro” o cuando tuvo delante de sí el grande muro de los lamentos. Me conformo con su rostro sonriente y satisfecho después de una tal experiencia.
Dentro del carrusel de fotos que compartimos de su emocionante viaje pude verlo flotando en las saladas aguas del mar muerto convencido de sus virtudes medicinales y dándose un baño en el río Jordán. Durante una semana estuvo asomado a esa ventana histórica que logró acomodar en su memoria en un modo más claro y conciso los argumentos para dirigirse a la comunidad que lo sigue desde hace un buen tiempo. Su interés claramente estaba en lo sagrado y lo divino del lugar, en respirar ese aire que alimentó la humanidad de Jesús, en dejarse arrastrar por las aguas claras de la espiritualidad.
Don Tito de fragilidad no tiene nada. Un par de días después de volver a Italia mostrando apenas una sombra de cansancio se encaminó hacia Roma. En este viaje me monté yo y nos fuimos al encuentro con el papa Francisco. Otra maratón le esperaba en la ciudad eterna que es un teatro sin fin. Filas, controles de seguridad, caminatas, júbilo, miles y miles de turistas, peregrinos de todo el mundo, religiosos confirmando su vocación, un sol resplandeciente de fin de verano, una misa, dos y hasta tres presenciamos dentro de la catedral de San Pedro. El momento más significativo lo vivió sin duda cuando a pocos metros de distancia en la plaza de San Pedro logró saludar al Papa. Su expresión de júbilo me lo dijo todo.
Las jornadas con él son maratónicas, pero en un momento de paz y en el que mis pies me pedían piedad, le pregunto si está muy cansado o si tiene algún dolor; él me responde con su mirada nostálgica: Si, me duele no tener cincuenta años menos, mija.
Esa frase me conmovió. Comprendí que a sus 89 años está tratando de poner freno a la velocidad con la que avanzan ahora sus días. Comprendí también que él mismo, como desafiando al universo, se organizó el itinerario que a mi modo de ver es la ocasión de ponerse en paz con su yo interior.
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MI TÍO EN NUEVA YORK
Piedad Granados
El tío Enrique partió para Nueva York una mañana de Junio por allá en los años setenta acompañado de su esposa barranquillera.
Había ya traspasado algunas fronteras de guerra en guerra con uniforme de militar y tal vez eso lo impulsó a buscar mejor suerte en el norte del continente americano. El tío Enrique era reservado, metódico y extremadamente preciso.
Nos escribió innumerables cartas y cada vez que llegaban o cuando la operadora internacional anunciaba una llamada, el tiempo andaba más lento y todos en casa dedicábamos nuestros momentos a sus letras o a sentir su voz atrapada en un cuerno de teléfono. Seguramente nos alzaba el status el hecho de recibir tarjetas para las ocasiones especiales en lengua inglesa, que ninguno entendía, pero que orgullosamente eran exhibidas ante la mirada perpleja de los vecinos curiosos. Los recuerdos han ido perdiendo color con el tiempo y no conservo ninguna foto, solo las imágenes nítidas de un hombre de estatura media, cabellos castaños y tez muy blanca.
Los años fueron marchitando la novedad de su ausencia y él se quedó a vivir en ese lejano lugar que conocíamos sólo a través de su pausada voz o la de su mujer, y que complementábamos con la televisión y sus postales firmadas.
Mi tío murió de viejo en esa lejana Nueva York y ahogado entre el laberinto de sus recuerdos.
Sin saberlo, yo me conservé en algún cajón de la memoria ese interés por conocer la gran manzana para revivir aquellos momentos en que la distancia existía de veras.
Aterricé en un otoño todavía tibio antes de la pandemia del covid.
Me sentí diminuta. Mis sentidos se agudizaron y comencé a vivir mi propia película neoyorkina. No había ángulo donde no me tomara una foto aunque la imágen digital no tiene la generosidad de describir la exactitud de lo que el cerebro registra.
Tal vez para este escrito hubiera preferido soñar con un viaje a la India, Marruecos o Egipto, pero en lo que conozco del álbum familiar en estos lugares tan ricos de historia, no están las piezas que necesitaba para completar el rompecabezas de la nostalgia.
Nueva York se presentó imponente como lo imaginé y en algún modo percibí la presencia del tío. Tal vez en el hombre con sombrero que tropezó conmigo en el Central Park, o en el niño que caminaba apurado de la mano de su madre, o en el camarero del restaurante mexicano que me sonrió cuando descubrió que yo también soy latina. Mi tío estaba en todos los lugares, en todos los rincones. Comprendí su amor por esa ciudad extraordinaria, comprendí sus ganas de ser anónimo, de vivir a distancia alimentándose de nuestras letras. Quién sabe cuántas sonrisas dejó en el ambiente o de cuántas lágrimas fue testigo la bella Nueva York. Yo me quedo con el recuerdo en blanco y negro de las fotos en visor telescopio.
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POR UNA NARIZ
Anayansi Arias
Un mango desgarrado con mis dedos soltando ríos de jugo que surcan mis brazos sin retén, una vaina de tamarindo descubriendo su carnita suave y resbaladiza, una papaya roja a punto de explotar, la guanábana abierta y ácida con sus entrañas blancas y jugosas lista para ser amasada en chicha, el marañón tentador de mordiscos descuidados que pueden quemarte los labios si la lengua roza la corona en forma de pepa negra que siempre se asa al final…un paseo por el mercado del marisco buscando pulpo, pargo, camarones y cambombias, un merodeo por el parque Urraca repleto de niños clamando raspados rojos cubiertos de leche condensada y manzanas tiesas con un casco de caramelo o algodón de azúcar por favor, el rosado si hay, es el que más me gusta, también carne en palito y empanaditas de queso, y si tienen esos hot dogs llenos de ketchup, mostaza y cebolla cubiertos de pepinillo picado, me dá dos por favor…y luego al atardecer cuando la marea sube por el malecón y la espuma choca contra la barrera asustando a los gallinazos y michos guardianes de los cangrejitos ermitaños, asciende el olor del agua salada y arena revuelta de conchas y caracoles para culminar con un sol como huevo de patio a punto de freír en grasa de chicharrón y mi viaje llegaba a su fin y por cinco minutos era feliz cuando me tocaba vivir un enero al revés, con un frío desconocido maloliente de nostalgia en alguna ciudad repleta de restaurantes famosos y pastelerías espectaculares pero carente de mis recuerdos de infancia olorosos de talco de bebé para no sudar tanto…
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EL SUEÑO CUMPLIDO
Clara Emilce Sánchez
El santuario es un nombre que lleva al silencio, al respeto y al cuidado.
Las salidas al campo eran frecuentes y llenas de expectativas. Elegir el lugar siempre era cuidadoso.
Por fin sabíamos que el santuario de Iguaque era el sitio.
Se inicia la preparación míentras llegaba la fecha: ropa de montañismo
Botas, ropa abrigada y liviana,morral pequeño, los binoculares, guantes, gorro, la cámara fotográfica, linterna.
El día estaba pleno de luz; un cielo despejado de nubes y el guía inicia la charla introductoria: explica lo importante que es ir en silencio, caminar lento y mirada atenta por si el bosque nos regala la vista de un zorro, un armadillo, quizá un lindo conejo o un gran venado.
Cumpliendo todas las recomendaciones nos adentramos en aquel bosque sombrío con una temperatura tibia a pesar del frío que hacía por ser las primeras horas del día. En fila india según nos ordenaba aquel joven que parecía disfrutar del solemne momento que había logrado en aquel grupo familiar con unas niñas y un niño aún más pequeño que ellas. Sabía que había logrado dar la información exacta para decir que nos dirigíamos al lugar donde había nacido la humanidad, aquella legendaria Laguna que pese al tiempo transcurrido llevaba con dignidad la historia del origen de la humanidad. Eso es inmenso, gigante el dato.
Aquellos pequeños mientras tuvieron aliento preguntaron sobre el origen de la humanidad, este joven respondía con un shhh que indicaba silencio y a cambio les despertaba el deseo de encontrar un conejito o un gran zorro, siempre hubo un instante de búsqueda… de pronto una de las niñas llamo la atención porque había una crisálida en su momento final de la metamorfosis y con toda la ilusión explicaba cómo en momentos saldría una bella mariposa. El momento fue pleno: observación, silencio y espera indefinida hasta que el papá irrumpió y aclaró que solo era una hija seca movida por el viento. Gran desilusión pero igual el guía insertó animo y todo terminó en risa y continuamos el camino no sin de vez en cuando prender la alarma porque pareció pasar el conejo o el zorro que no hacía ruido para cazar y desayunar.
Por aquel bosque tibio y espeso por su vegetación de pinos, canelones, chusques donde permitían que los quichés y las orquídeas adornaran bellamente aquel paisaje y el suelo blando y húmedo por lo abundante del musgo que lo cubre nos anunciaba que iríamos a salir de este lugar mágico y acogedor para iniciar el ascenso más exigente de aquella montaña majestuosa donde encontraríamos el lugar del origen de la humanidad.
El silencio nos acompañó para reunir fuerzas y aliento que no nos dejara desistir de aquella soñada aventura.
Se iba observando el cambio de temperatura y los rostros entre valientes y agotados que seguían al joven que en ocasiones mandaba a la espalda a una de las niñas, porque eso mismo hacía el papá con el más pequeño.
Sin prisa pero sin pausa porque se debía cumplir los tiempos y la actividad programada con mucho rigor.
Al encontrar aquellos pequeños avisos indicando a qué altura s.n.m estábamos y a qué distancia los caminantes parecían perder la ilusión por aquel sitio que nos había llenado de magia y de sueños, más elevado y la felicitación del guía por haberlo logrado, nos hacía sentir mejor que muchos que a los 2.800 metros se habían devuelto llorando.
3.200 m.s.n.m y los calambres nos atacaban seguimos las indicaciones, tomamos la pastilla, nos hidratamos sin exceso porque el agua debía alcanzar para toda la travesía pero con la voluntad más allá de la promesa todos seguimos, avanzamos y persistimos ya no miramos la altura, observamos unos pequeños avisos con frases alentadoras: “ el silencio es el lugar sagrado”, Dios te habla. Escúchalo “
Y nuestros pasos eran pesados de pies cansados y de sueños olvidados, aún así aquel joven solo quería que estos pequeños llegaran a la Laguna sagrada, que la ilusión no muriera y que el sueño continuara.
Papa ya no cargaba al pequeño y el no lloraba pero sus lágrimas caían y sus gestos de dolor obligaron a mamá a subirlo a la espalda y como si alcanzara la fuerza y la respiración corta y agitada no fueran sino coraje y altivez, tras aquel hombre bueno y amable que se esmeraba por mantener alegres a las niñas seguíamos sin protestar.
Aquellos frailejones con su tamaño y sus suaves hojas nos daban aliento porque estábamos cerca de alcanzar la cima, el tiempo en aquel instante es como el aire; parece quieto. Tiempo cero porque tu cuerpo quiere parar, nos vuelve a distraer una de esas frases escritas en pequeñas paleta “ quédate quieto! en tu interior está la respuesta” apenas podíamos prestar atención pero siempre era un llamado a leer y a entender, vamos como anestesiados sólo caminamos había que seguir. “ ve a tu corazón y tendrás la luz que guiará tu camino”
El grito del diablo. Cada uno a la cuenta de tres usando una vocal a, e, i, o, u sonó como rompiendo el silencio indicando que habíamos llegado.
Parecía una gran mentira
Lo habíamos logrado. Ahí estaba la Laguna sagrada donde según la leyenda de los indígenas musicas emergió Bachue ( la mujer con los pechos en alto) o Huitata, que para los Muiscas dio origen a la humanidad.
Agotados hicimos los ejercicios de recuperación y la ceremonia que esté joven orientó añadiendo lo importante que habíamos hecho porque teníamos el alma purificada y la presencia divina frente a nosotros.
Contemplamos aquella Laguna cuyas aguas quietas y cristalinas dibujaban un movimiento que parecía acompasado y sonoro con una melodía que fluía ciertamente en la belleza y la magia de aquel paisaje que se alzaba a su rededor como acunando dulcemente esta Laguna, por su memoria y su culto ofrecido por tantas generaciones con tanto amor por la humanidad que en sus corazones llegaban limpios y puros para ofrendar a la madre por la vida.
Luego de cumplir con el ritual de lo sagrado, del debido descanso y la risa sin explicación allí, frente a aquella Laguna cuyas aguas no habíamos tocado por respeto y porque su superficie adivinaba una stela de escarcha tenue y transparente cuyos movimientos observados eran el reflejo de las nubes pasando y ofreciendo su ritual sagrado también como todos quienes la visitamos.
Al despedirnos del guía luego del descenso lento y cuidadoso hecho en silencio por el agotamiento y por las instrucciones dadas le preguntaron con curiosidad. ¿Cómo es que la humanidad nació ahí?
Y el con su acostumbrado acertijo les dijo que al nacer allí el agua era que tenia sentido el origen de la humanidad.Para siempre les quedó el mensaje del cuidado del agua y el recuerdo del valor más allá de la fuerza en sus pies cansados.
ESA TIERRA ROJA
Nataly García
El viaje comenzó cuando la magia de Inglaterra cesó por volcar su megalomanía en el muchacho que vivió; entonces recurrí a un científico de La Sorbonne que ofreció agua de su tintero para hablar del Lugar de Verdad, sobre papel que jugaba a ser papiro. Desde entonces leía sobre eternidad a la sombra de una acacia, comiendo dátiles del país de Punt; me remojaba los pies en la historia de Al-Bayana, después de haber soñado sobre la espalda del león que cuenta las eras en el reloj del horizonte.
Esa tierra roja, que sostiene sus techos con pétalos de loto, huele a amor, a pasión pueril, a perpetua añoranza de un sol que nunca se quedó dormido entre juncos lapislázulis; a noches guiadas por lebreles y a estrellas alineadas en la arena. Lejos y ahí, lloví por el regreso del veterano de Kadesh y miré nadar el pedazo de otro rey que arrastraba el río.
También me vi sentarme a esperar mi regreso en los escalones de Badrashin, donde nunca estuve y siempre regresaré.