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Reto de marzo: Dale la vuelta

Varios

1 mar 2023

Dale la vuelta a una historia que conozcas. Puede ser cualquier clásico de la literatura, la televisión o el cine, y reinvéntalo.
Crea una versión a tu estilo.

PÁSAME MÁS VINO

Anayansi Arias

La doctora Jekyll, renombrada hemerotecóloga de la Biblioteca Nacional, llevaba 30 años protegiendo el anonimato de su organización pro mundi beneficio Las Motomamis, tan sólo infiltrando noticias falsas en los periódicos archivados y luego suministrándolos a las autoridades y público en general, hasta que un día, llegó a la hemeroteca un tal doctor Watson con su ayudante el mudo Sherlock, en busca de pistas sobre un personaje conocido en las redes sociales como La Destripadora de Panamá Viejo. El doctor Watson sospechaba que esta infame criminal era nada más y nada menos que la doctora Frankenstein, cabecilla de la sanguinaria pandilla de feminazis Las Motomamis, unas practicantes de abortos clandestinos en los manglares de Coco del Mar, asistidas por el lagarto Juancho y sus secuaces el gallo Claudio y el perro Pulgoso alias Patán. A la doctora Jekyll no le quedó otra que echar mano del Vino Sansón guardado en el segundo cajón de su escritorio: en segundos se transformó en la estrella de las noches retro del Buena Vaina Social Club, DJ Hyde! En un pestañazo encendió su consola portátil camuflada entre revistas y pasquines e hipnotizó pinchando discos al revés al doctor Watson y al mudo Sherlock, quienes se tiraron por la ventana del tercer piso de la biblioteca pensando que eran avioncitos de papel. DJ Hyde mientras tanto saltó las escaleras de tres en tres hacia el sótano donde ya la esperaba la doctora Frankestein, alertada por la motomamiseñal, para irse juntas al rendevouz designado en caso de emergencias: el convento de Sor Bichota Karol G. Allá esperarían a que se calmaran las aguas para cruzar el Tapón del Darién disfrazadas de ñeques, y así continuar ofreciendo gratis la mifepristona hasta el infinito y más allá!

 

SIN TÍTULO

Karina Gutiérrez

Eso de que el leñador sacó a la abuela de mi vientre es pura mentira. Lo que pasa es que me indigesté con esa señora tóxica. Por eso no me engullí a la niña. A todas estas, qué hacía una niña sola cruzando el bosque para ir a llevarle comida a su abuela. ¿Por qué no lo hizo la mamá? ¿Y dónde estaba el padre, me pregunto yo? ¿Quién cree que por decirle a una niña que no hable con extraños es suficiente? Esas cosas me molestan. ¿Qué esperaban? Soy un lobo. Un depredador. ¿Actúo como lo que soy y por eso soy el malo de la historia? Por supuesto que no lo cuentan así. Había que salvaguardar el buen nombre de la familia. Por eso se inventaron lo del leñador. Pero les digo que no es cierto. Lo que pasa es que si alguien hubiera denunciado la irresponsabilidad de los padres, les habrían quitado a la niña. Pero ahora ya saben lo que en realidad pasó. Culpen a alguien más. A mí, ni me miren.

 

LA METAMORFOSIS DE FRANZ KAFKA

Carolina Carvajal

Escondido en una caparazón extraña, a mi, al entorno, a las circunstancias. Me hallo solo en mi habitación, escuchando personas que dicen ser mi familia pero desconozco, en un idioma que no puedo comprender, haciendo lo que a mí parecer es bueno, pero para el resto del mundo es desagradable, difícil de comprender y significa una carga difícil de llevar.

En mi soledad encuentro albergue en mi propio ser, recovecos en mi mundo donde todo es posible, dónde soy aceptado por ser como soy. El mundo exterior ahora ya no es de mi incumbencia, ahora soy solo yo en un nuevo mundo, ese que cree para mí, para encontrar mi paz, mi felicidad, con los colores y sabores adecuados, el que me acepten o me quieran ya no interesa, me siento bien conmigo mismo, me reconozco como un ser diferente, construyendo sus propias vivencias.

En el camino he encontrado seres extraños, horribles a los ojos de otros, diferentes a lo común, hemos encontrado afinidad en el desazón del rechazo y ahora somos el núcleo de los diferentes. Seres más nobles, más justos, que se aceptan con sus condiciones físicas y emocionales, no hay sed de reconocimiento, ni hambre de poder, sobrevivimos y sin necesidad de demostrarlo somos benevolentes.

El exilio de mi mundo inicial me llevó al encuentro de mi mundo ideal, dónde soy un ser único, dónde puedo ser yo, dónde puedo hacer el bien a otros y puedo ayudar a construir un mundo mejor.

 

VACÍO

Angélica Villalba

Quiso conquistar el corazón de una doncella, vencer gigantes y ejércitos como lo había leído en aquel libro viejo del estante de su abuelo. Se introdujo un chip en el antebrazo izquierdo, entró al multiverso y visitó varios mundos. En el primero habían cerebros que nadaban sin destino en un mar morado con alas de neón; el segundo era habitado por esqueletos humanos subiendo una escalera sin fin y el tercero era gobernado por una biblioteca sin libros, eran miles de metros de vacío. 

Entonces el niño asustado, se quitó el dispositivo y corrió a un universo seguro: los brazos de su abuelo.


 

EL SOLDADO

Nataly García

Una vez, hubo un niño llamado Andy, quien vivía feliz en los suburbios, en una casita que pocos considerarían pequeña. Vivía junto a su mamá, su hermana menor, Molly, y su papá no estaba por ningún lado. Quizá se perdió un día en el supermercado o se fue a donde nadie podría alcanzarlo, pero a donde seguramente, algún día, todos irían. 

Andy tenía muchos juguetes: una pelota de colores, un dinosaurio verde, una papa que se creía invención de Picasso, un perrito café, muy elástico. Pero su favorito era un vaquero con pelo de plástico. Andy jugaba con el vaquero cada vez que podía. El Vaquero era un buen juguete. Hacía todo lo que Andy quería. Por eso, el Vaquero era el juguete favorito de Andy. 

Un día, Andy cumplió años. Su mamá le hizo una fiesta y fueron todos los amigos del festejado. Era una ocasión feliz para los niños, pero en especial para Andy, pues recibió muchos regalos estupendos, como un juego de sábanas y calcetines. Sobresalía, de entre los obsequios, un soldado espacial. 

Andy puso al soldado espacial sobre la cama. Como el juguete favorito de la casa, el vaquero sintió que era su responsabilidad darle la bienvenida al nuevo, en nombre de todos los demás juguetes. El soldado espacial salió del empaque. De inmediato, intentó acabar con el vaquero. El vaquero se compadeció del soldado; le explicó que él no era de verdad, que era una figura de acción fabricada para complacer las exigencias de Andy, su único dueño. Pero el soldado era terco, tanto, que el vaquero decidió encerrarlo en un baúl para que se pensara mejor las cosas. 

Andy tenía muchas ganas de sacar del empaque su ansiado regalo. Hacía tiempo que se la pasaba viendo comerciales en la TV, donde el soldado sacaba rayos láser de la muñeca, daba golpes de karate y volaba por los cielos espaciales. Ese juguete prometía bastante. 

Terminó la fiesta, Andy podría liberar al soldado del empaque. La decepción fue mucha cuando encontró la caja vacía. Su mamá le ayudó a buscar por toda la casa, pero el soldado no apareció. 

<< Durmamos por ahora. Mañana lo seguimos buscando. >> prometió mamá. 

Triste, Andy se fue a la cama, dispuesto a endulzar sus sueños con el recuerdo del pastel. Arropado por la oscuridad, cerró los ojos. 

¡Pum! ¡Plaf! 

Andy se sentó sobre la cama. ¿Sería el monstruo del armario? Se levantó de un salto y abrió la puerta. La luna descubrió unas cajas y unos abrigos que aguardaban el invierno. 

Ya tranquilo, pero un poco desilusionado porque una fantástica aventura no había ocurrido, Andy volvió a la cama, se acostó y cerró los ojos. 

¡Zis, zas! 

Andy de nuevo se levantó. Descubrió que el alboroto venía del baúl donde guardaba los juguetes. Cuando abrió el contenedor, salió disparada una cosita pequeña que le apuntaba con su láser. 

<< ¡Identifícate, gigante! >> 

Andy estaba contentísimo. ¡Conque ahí estaba el soldado espacial! Y, lo mejor de todo, ¡las pilas estaban incluidas! Maravillado, Andy hizo muchas preguntas al hombrecito que parecía querer destruirlo. Andy le aseguró que lo admiraba, que quería conocerlo mejor. El muñeco pareció calmarse, no sabía si podía confiar en él, pero muchas opciones, no tenía. Decidió arriesgarse. 

El soldado empezó por el principio y narró sus intrépidas aventuras que tenían como objetivo acabar con el malvado emperador de vestido morado y sonrisa de piano. En una de sus tantas misiones, perdió el control de la nave, chocó y ahora no podía regresar a la base espacial que era su hogar. El soldado también contó que un peligroso sujeto que se creía vaquero le impidió arreglar su nave y terminó por encerrarlo en un baúl, junto con otros prisioneros que se negaban a luchar por su libertad. La situación era preocupante. 

Andy tomó al vaquero que estaba sobre la cama. 

<< Él es bueno. ¡Es un gran sheriff! >> El vaquero sabía ser juguete, así que decidió que Andy hablara por él. 

El soldado estaba en desacuerdo con lo que acababa de oír, pero quería regresar a casa lo antes posible. Debía aprovechar que el gigante le estaba ofreciendo ayuda. 

El soldado pidió absoluta lealtad del gigante. Nadie debía enterarse de la misión para evitar posibles sabotajes del emperador morado. No se descartaba la idea de que ese maniático le había derrumbado la nave. Debían ser cuidadosos. 

Al día siguiente, Andy no le tomó importancia a la desaparición de su regalo. La mamá estaba orgullosa del cumpleañero; la edad lo estaba madurando. 

Andy y el soldado trabajaron juntos todas las tardes en la nave. Los demás juguetes querían participar, pero el vaquero no se los permitió. Andy merecía tener juguetes buenos y obedientes. No podían sumarse al egoísmo del soldado. 

Tardaron poco en darse cuenta de que la nave era imposible de reparar. Debían encontrar otra manera de viajar al espacio. Andy pensó en un plan: en julio, la familia viajaría para comer salchichas y pay de manzana junto a la playa. Ese día, unos cohetes serían propulsados al cielo en plena noche. Era la oportunidad perfecta. 

La fecha llegó, el espectáculo iniciaría pronto, la mamá de Andy estaba ocupada cuidando de Molly. Era ahora o nunca. Andy se escabulló a la zona de lanzamiento. El soldado vio su nuevo transporte. No era ideal, pero serviría para darle el empujón que necesitaba. En el punto más alto, desplegaría las alas del traje y la física haría el resto. 

El momento de la despedida los alcanzó. El soldado especial agradeció la cooperación del gigante llamado Andy. Ahora lo consideraba un guardián estelar honorario. El soldado prometió comunicarse tan pronto alcanzara la base sideral. 

Andy volvió junto a su familia para ver el espectáculo pirotécnico. La multitud vitoreó cuando las primeras luces tricolores estallaron en el cielo. Andy sentía que todos se alegraban tanto como él, pues esas centellas indicaban que su amigo, por fin, había vuelto a su hogar.


 

SIN TÍTULO

Piedad Granados

Pase usted, dijo ella buscando la mirada tímida de aquel buen hombre.

Después de usted, respondió el sabio profesor cerrando la puerta tras él y perdiéndose entre la penumbra del salón arrastrado de la  mano de la doña que  parece conocer muy bien el lugar.

Adentro la música confunde. Esos sonidos modernos se mezclan con corridos y boleros. Hay turbulencia en el ambiente.  El  profesor percibe la atmósfera criminal.  Quiere dar dos pasos atrás y desaparecer. La única cosa clara que se observa desde la entrada es la luz de la lámpara que cuelga desde lo alto iluminando un rostro anónimo envuelto en una cortina de humo. Don Ramón,  claro, es don Ramón. El profesor se siente confuso. Aprieta el ramo de rosas que tiene en la mano izquierda y se detiene en seco.  Doña Florinda se gira y sonríe.  No logra ver su expresión atemorizada pero estira la mano y le da una caricia. A él le escapara un ligero suspiro. Don Ramón  saluda y  les pide acomodarse. El profesor se alza el sombrero en señal de respuesta. Hay ruido en el fondo.  Gente que va y que viene. No es pequeño el salón.

¿Gustan tomar una tacita de café? pregunta a los dos. Ella se deja llevar por la risa y el profesor ajusta sus largas piernas entre la silla y la mesa, sin dejar de observar el semblante escuálido de don Ramón que abre una deteriorada mochila y la coloca justo bajo la luz de la lámpara. Abre la cremallera con cautela. En el interior se cuentan fajos y fajos de billetes. El profesor siente un sudor frío que le recorre el entero esqueleto. Pide un sorbo de agua. Doña Florinda se conmueve. Toma el ramo de rosas y lo acomoda en la mesa. Saca una botellita metálica con brandy dentro y se la pasa. Le dice que todo está bien. Que no hay nada que temer. Que el chavo y Kiko esperan afuera para dar el golpe.

¿Cuál golpe? Pregunta el intrigado profesor alzándose en pie y botando la silla por la fuerza del impulso.

Doña Florinda y Don Ramón encuentran sus miradas y él da una señal de aprobación. El profesor ansioso pretende apretar por el cuello a Don Ramón. Doña Florinda lo detiene y le confiesa la verdad:

El señor  Barriga es rehén de una banda criminal y le sirve el total de catorce meses de renta para pagar el rescate. 


 

ROMEA Y JULIETO

Blanca Hernández

Verona, escenario de esta historia, de Capuletos y Montescos, dos familias que compartían sus costumbres, ideas políticas, sus viandas. Julieta Capuleto para su familia, así lo registraba el documento de nacimiento. Nació mujer en cuerpo de hombre o sea JULIETO.                   Romeo Montesco nació hombre en cuerpo de mujer o sea ROMEA. Romeo en el registro de nacimiento. Enigma complicado en esa época de descifrar y mucho menos entender. Se volvio entre Romea y Julieto,un secreto bien guardado.                       

Teovaldo primo de Julieta, con el paso de los años se dio cuenta que era Teovalda y no Teovaldo,ya eran tres.                                                

Los Capuleto y los Montesco, compartían alegre y felizmente cada día, visitas viandas, camaraderia. Los hijos crecieron, las familias acordaron unir sus vidas en santo matrimonio. Fray León en secreto de confesión se enteró que Julieta, era Julieto y Romeo era, Romea, ignoraba que teovaldo era Teovalda. Fray León guardó el secreto para siempre, era secreto de confesión. Faltando un día para el majestuoso juramento, se celebró la despedida de la soltería de Montesco y capuleto, una soleada tarde en los campos de Verona.        

Entre tanto en un rincón de la casa brindaban con cianuro, Romea y Julieto, Teovalda se unió al brindis, les contó su desdicha, prefirió irse con ellos. Era imposible continuar, jamás lo entenderían. Después del brindis, los cubrieron las sombras de la muerte. Las familias Montesco y Capuleto, sólo dolor, sin entender el dantesco final del compromiso. Una carta, testigos la pluma y el tintero, contaron a voces el por qué tanta desdicha, firmada por Romea, Julieto y Teovalda de testiga.


 

DEL SUCESO QUE EL VALEROSO DON QUIJOTE TUVI EN LA DESVENTURADA Y DISPARATADA AVENTURA DE LOS MOLINOS DE VIENTO, CON OTROS HECHOS INÉDITOS DE DIFÍCIL RECORDACIÓN

Enrique Patiño

Sancho lo levantó como mejor pudo del áspero suelo de yermos pastizales. Las magulladuras de la caída habían dejado maltrecho el cuerpo del noble hidalgo después de su disparatada acometida contra los molinos. En la cabeza tenía una contusión severa. Un hematoma en la sien se hinchó con celeridad y los brazos heridos parecían los de un lisiado. El escudero vació su odre con agua fresca sobre el caballero andante para intentar reanimarlo.

¡Válgame, Dios! murmuró Sancho Panza. Luego subió la voz para recriminarlo. ¿No le dije yo a vuestra merced que mirase bien lo que hacía?

Inconsciente, el caballero murmuró algo inteligible y se quedó tendido en brazos. Sancho aguardó alguna reacción más allá de la respiración entrecortada. El flaco Rocinante se quedó girando sin rumbo en sus cuatro, resollando para recuperar el aplomo.

Un par de minutos después don Quijote moduló sus primeras palabras coherentes. Sancho le recriminó en tono sacerdotal, como quien aconseja a un feligrés disipado, con la conciencia de que debe ser escuchado:

—Mire vuestra merced, que no habría futuro si se hubiera muerto en la caída. Yo le dije que eran molinos de viento. Debéis estar hecho de carne seca para no haberos roto el pescuezo.

—Calla, amigo Sancho —respondió el enjuto hombre que volvía en sí. Pausó unos minutos su voz y cerró los ojos, recordando. Cuando reposó y se sintió mejor, por fin añadió—: He visto algo insólito. He librado la mayor de las batallas y la más absurda de todas. Pero no sé cómo describirlo, me faltan las palabras. Quizás otra tarde lo haga.

***

La tarde llegó el mismo día que tuvo la certeza de que se había consumido su tiempo en la tierra. Firmó su testamento con pulso débil, pidió vaciar su bacinilla y tomar un sorbo de agua. Luego se tendió en la cama. Sancho tenía el alma regocijada por heredar algo por primera vez, aunque fueran candelabros y libros, pero no podía evitar sentirse triste por la partida inminente del hidalgo.

Al Quijote le ardía el rostro como si los años de recibir el sol en su cara se hubieran acumulado de repente. Tenía las manos resquebrajadas y opacas como barro seco. Por momentos volvía su lucidez, pero no le alcanzaba para decir mucho: gesticulaba con ademanes volátiles, intentaba opinar algo, parecía arrepentirse y se recogía de nuevo en el silencio.

En las horas finales sus ojos se habían vuelto melancólicos. Se le veían derrotados, a punto del llanto, quizás por la claridad de estar descubriendo una verdad que no quería saber. Sin embargo, estaba decidido a narrar lo que necesitaba contar.

—Escuchadme, Sancho. Prestad atención. Creeréis que estoy loco, pero siempre lo he estado, lo que no es novedad para vos.

Sancho se aproximó. El gesto de don Quijote pasó a ser dócil, aunque sus facciones fueran al mismo tiempo puntiagudas y delgadas como una lanza. Le produjo tal compasión en ese instante que el escudero sintió que era imposible no sentirle aprecio.

—No sea perezoso, que la vida es corta y usted le falta largura. Levántese desa cama, y vámonos al campo que los pastores escasean—le pidió.

En su lecho no había más que sábanas viejas y sudorosas, el candil endeble, una pluma sin tinta, libros, la bacinilla, una silla, su ropa en un perchero y un recipiente de barro con agua quieta. El viento no corría.

—Hombre bueno, Sancho, ¿recordáis aquella tarde de los gigantes?

Sancho Panza asintió. Había pensado que no escucharía más ese relato.

El moribundo repasó con voz aguda, como si leyera, cómo había combatido aquellos gigantes con manos gigantescas que resultaron ser aspas de molinos de viento. Sintió el delirio en su voz. El sudor aumentó en sus sienes. Enfatizó cómo, sobre su caballo Rocinante, embistió con fiereza y locura a los energúmenos que giraban las aspas.

Las fiebres alcanzaron un punto sin retorno y Sancho puso compresas frías sobre la frente del noble hidalgo. El mundo giró en torno a sí e hizo que bailaran y se repitieran algunas palabras en sus labios. Sintió el primer embate de la muerte. Entonces lo dijo.

—Vi cosas. Dirás una vez más que estoy loco. Y sí. Pero loco he sido siempre. Cuando caí, vi cosas que no existen. Vi, por ejemplo, que este hidalgo loco continuará luchando en las hojas de los libros.

Sancho Panza objetó, como solía hacer.

—Si es que se muere de pesar de verse vencido, écheme a mí la culpa, diciendo que por haber yo cinchado mal a Rocinante le derribaron. El que es vencido hoy será vencedor mañana.

El Quijote acalló a Sancho. Habló de manera grandilocuente, como cuando lucía el yelmo y su grandeza.

Cabalgó, con lucidez, por una certeza, como lo hizo antes por las amarillentas praderas de La Mancha y Castilla. Embistió cada palabra para permitir que fluyera su relato. Entonces vino lo sorprendente.

—En mi febrilidad, supe que no soñaba. Por el contrario, tendido en el suelo, supe que yo era un sueño. Que había un hombre manco que me soñaba y me mataría, así tanto como me había parido a la vida.

—Madre mía, qué blasfemia dice. ¡Padre, madre y Espíritu santo!

—El aire de su mundo, Sancho, olía a bocanada de Rocinante enfermo y putrefacto. Todos respiraban ello. Había pobreza, heridas de guerra y tristeza en el hombre que me soñaba. Pero también, era infinito. Vieras su cara febril. Escribía y parecía un poseso.

Sancho no entendió nada. Solo sonrió. Se dijo que el hidalgo había vuelto en sí.

—Me miró a los ojos cuando caí. Dudaba si matarme ahí, febril como estaba, o continuar la historia. ¡Entiende, Sancho! —gritó—, yo era su personaje y su reflejo. Me soñaba, me odiaba con furia y me amaba como a nadie pudo amar. El malaventurado aquel me conminó a sufrir este destino miserable. Él decidió la desfachatez de mi soledad, de mi locura, y este infortunio de convivir a vuestro lado, Sancho.

Respiró con agitación. Se le estaba acabando el aire, pero tenía arrestos para finiquitar su idea.

—Ahora estoy terriblemente cuerdo y esa visión me produjo melancolía. No sé cómo decírtelo, querido Sancho, y me importa un bledo que pienses que es una nueva locura. Volveremos a cabalgar, al infinito, y en cambio aquel hombre, aquel manco triste que vivía como en una pocilga y escribía con el envés y revés de la mano manchados de tinta, ese hombre que vi en mi delirio caerá en una tumba de la que apenas sobresaldrán sus iniciales. Nosotros volveremos a enfrentar a los gigantes.

Se tendió cuan largo era en la cama. Tres días más duraron sus desmayos. De tanto en tanto murmuraba una frase, cada vez más queda. Sancho se acercó a su oído para poder entenderla: “Non fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete”, azuzó, desde sus fiebres finales, el lánguido caballero.


 

EL DINOSAURIO

Enrique Patiño

Cuando despertó, el dinosaurio ya no estaba ahí. En su lugar, rugían los humanos.


 

CENICIENTA FLORECIENTE 

Luz Jeny Vargas

Había una vez una simpática y curiosa niña, que vivía sola con su padre, un comerciante que había perdido a su esposa, quien había muerto de una penosa enfermedad. Él se casó de nuevo con una mujer que tenía dos hijas, Bárbara y Camelia. Poco después del matrimonio, el comerciante se fue durante un largo tiempo y nunca regresó. Pero antes, conversando con ella le dijo, -Hijita, te amo profundamente y te pido dos cosas: Durante mi ausencia conserva este amor que nos tenemos en tu corazón y cuida de ti con mucha entereza. Se despidieron luego de un largo abrazo, presintiendo que sería su último encuentro. 

Los años pasaron y la mujer puso a la joven a trabajar en la casa realizando los oficios domésticos. -Siempre tuve sirvientes muy eficientes, ¡pero tendré que conformarme contigo! dijo la cruel madrastra. La joven cocinaba y limpiaba la casa día y noche. Pronto sus manos se llenaron de pequeñas heridas, sus ropas se hicieron harapos y cuando le pidió a su madrastra que le diera un nuevo ajuar, esta se rio. ¡Mírate, toda sucia, entre las cenizas! De ahora en adelante te llamaré Cenicienta. 

La chica sufría por los maltratos que recibía, pero recordaba cada día la promesa hecha a su padre. Además conservaba un valioso recuerdo de su madre, una dama amorosa, trabajadora y siempre con una sonrisa en su rostro, a pesar de sus dolencias, muy diferente a su madrastra. Cenicienta desde el oscuro rincón de la sala, donde solía estar, podía observar cómo actuaban las personas y analizar porqué lo hacían; veía a su madrastra poco amada por sus hijas, quienes se dedicaban a criticarla, en especial Bárbara, quien también tenía comentarios mal intencionados hacia Camelia, su hermana menor. Esta última era una joven que dudaba de sí misma y se defendía atacando a Bárbara y a su madre, pero en especial a Cenicienta, por quien sentía una profunda aversión, por motivos que ni ella tenía claros. 

Luego de largas reflexiones, Cenicienta llegó a la conclusión de que la envidia y el egoísmo eran dos lastres en el corazón de las personas, que las llevaban a actuar cruelmente con los demás, como lo hacían su madrastra, Bárbara y Camelia entre ellas. Si eran así siendo parientes, ¿cómo no iban a tratarla mal a ella, que era una extraña? En el fondo las compadecía, por llevar una vida tan amargada, a pesar de su riqueza material. 

Por la noche Cenicienta se quedaba limpiando hasta tarde, cuando los únicos ruidos eran los juegos de unas ratitas que habitaban el hogar, amigas y admiradoras de la chica. Cenicienta dormía pocas horas y debía levantarse al amanecer a comenzar su faena; disfrutaba de los aromas del campo, conversaba y bailaba con los animales domésticos y se esmeraba por aprender algo cada día. De esta manera, con paciencia y esmero adquirió la habilidad de confeccionar vestidos y bordarlos, lo cual se convirtió en una forma de pasar mejor el tiempo y agradar en algo a las tres mujeres. Como sabía leer, luego de terminar sus labores, empleaba su poco tiempo libre en disfrutar en silencio de los libros de la biblioteca, que nadie más hojeaba. 

Una mañana llegó a la casa una invitación para asistir al baile del príncipe de la ciudad. -Cenicienta, necesitamos vestidos nuevos, dijo la madrastra. La chica pasó toda la semana cosiendo los trajes y cuando ellas se iban a su cuarto, a escondidas elaboró uno para ella, con el secreto deseo de asistir a aquella fiesta. Ese fin de semana las mujeres se probaron sus nuevos vestidos. Cenicienta le preguntó a su madrastra si podría ir con ellas al evento, adivinando de antemano la respuesta: ¿Cómo se te ocurre semejante idea? ¡El príncipe jamás se fijaría en una simple sirvienta como tú! 

Las mujeres se fueron al baile y Cenicienta se quedó en la casa muy triste por lo ocurrido y pensando que nunca cambiaría su vida. De repente, escuchó en su corazón la voz de su madre, que desde el cielo le hablaba. -Querida hija, no estés triste, tú eres alguien muy valioso, con muchas cualidades que aún no son valoradas como te mereces. Aún puedes ir al baile, tienes el vestido, te traigo estos zapatos mágicos y puedes contar con Rocinante y otros caballos del establo que tan bien cuidas, para transportarte al palacio. Pero recuerda llegar antes de la media noche, porque tu madrastra no va a demorar mucho tiempo en el baile, tú sabes que no le gusta dormirse tan tarde. -Así lo haré, madre. ¡Gracias! Cenicienta se arregló en un abrir y cerrar de ojos, su madre se encargó del carruaje y ella partió veloz al castillo real. 

Allí se encontró con un ambiente festivo, música y espléndida comida. Comenzó a tararear las canciones y a danzarlas suavemente y el príncipe, que era también buen bailarín, frustrado por la falta de una pareja adecuada, danzó con ella largo rato. Conversaron sobre diferentes temas, pues ambos eran buenos lectores, rieron sobre diversas ocurrencias y se divirtieron mucho, mientras la madrastra bostezaba y sus hijas languidecían de aburrimiento ante un ambiente tan cordial. De repente Cenicienta vio que las tres mujeres se disponían a salir del salón con sus abrigos y entonces se apresuró a partir antes que ellas, sin despedirse de su acompañante y tropezando por la carrera, dejó a un lado uno de sus zapatos. El príncipe quedó encantado por la inteligencia y amabilidad de aquella desconocida y la buscó luego por toda la comarca, pues quería tener a su lado a alguien con quien conversar, reír, bailar y compartir la vida. 

Luego de hallar a la dueña de aquel zapato huérfano, se encontraron, empezaron a conocerse mejor e iniciaron una relación amorosa. Cenicienta, ahora y tal vez siempre floreciente, pronto alquiló un apartamento para vivir sola y abrió una casa de modas en un barrio céntrico. Se hizo amiga de su madrastra y sus dos hermanastras, a quienes enseñó el arte de apreciar y tratar bien a los demás; al fín y al cabo eran su familia.


 

¡LA CARNE DIVINA! 

Carlos Hugo Jiménez

“Sintió que una parte de su cuerpo se hundió en el de ella… que un anillo de fuego lo envolvía…” Jesús, quizá en ese sublime instante creyó desprenderse del don de la divinidad con el cual llegó al mundo con la misión del salvarlo de los pecadores. Tal vez, en ese momento, el enviado, el mesías, calificativo que lo acompañó hasta aquella nefasta tarde en la que murió al lado de los malhechores, uno de los cuales, incluso, tuvo la desfachatez de despreciarlo, pensó que cuando María Magdalena lo amó con desenfreno, él, no tanto ella, que arrastraba un largo expediente de ‘mujer fácil’, había cometido un delito; sí, un delito vulgar, como se describe en algún apartado de El retrato de Dorian Gray, cuando el amante de la eterna juventud, posiblemente experimenta remordimientos tras el crimen del pintor Basil. 

El Jesús, retratado de manera magistral en la narrativa de José Saramago (¡qué valiente!), sucumbe al placer de aquella mujer que, en la versión bíblica y más recatada, lava sus pies con sus lágrimas y los seca con sus cabellos, ahora lo mima con el más profundo sentimiento. Saramago se atreve a decir que son marido y mujer, y ello, seguro, causa más ardor espiritual y rabia en el corazón de quienes lo tachan de blasfemo. Peor aún, entre María Magdalena y Jesucristo, que en estos episodios recibe el desprecio de su familia, no existe la llamada boda formal. ¡Pecadores! 

Pero este Jesucristo, que en realidad sí se presenta de carne, hueso y deseos mundanos, de alguna manera, intenta seguir los preceptos de su padre, es decir, seguir predicando y hacer milagros, pues la idea de su padre en el cielo, es que sea el fundador del cristianismo y convertirse en el único, alejado de otros dioses, a lo mejor, esos paganos tan mencionados en el libro de la ‘sabiduría’. 

Al final, Jesús hace lo posible por seguir al dedillo el plan del Maestro. Sin embargo, sigue con los pies en la tierra y de acuerdo con el relato de Saramago, no está de acuerdo con ese plan egoísta de preservar ante la humanidad a un solo Dios. Él quiere morir como José, su padre putativo y no en la penumbra de la ‘gloria’ del Calvario. Quizá no lo logre porque al parecer puede más el poder del amo del Paraíso y sí, su muerte es allí, en medio de los ladrones e invocando o mejor, reclamando, por sentirse abandonado. 

Pero lo que sí logra Saramago, con un recuento terrenal y conmovedor, es mostrarnos a un Jesucristo real y que, por fortuna, sucumbe al placer y al don del amor.


 

EL NIÑO

Nicolás Dávila

Muchos años después, parado frente al pelotón de fusilamiento, el Coronel Aureliano Buendía habría de recordar aquel día en que su padre lo llevó a conocer el hielo.

¿Ya están listos?, dijo desde la puerta de la casa, de esa casa de bahareque sin ventanas, típica de los climas templados en el trópico para mantener la temperatura estable durante el día y la noche.

Los dos niños salieron muy bien vestidos, cada uno con su pantalón corto impecable, su camisa blanca de manga corta muy bien planchada y almidonada, el peinado con vaselina y la carrera marcada, los zapatos negros de amarrar recién lustrados y las medias blancas, también almidonadas, y que apenas cubrían el tobillo.

El papá, un hombre grande y recio, tomó a cada niño de la mano y lo llevo por el medio de la calle, mientras saludaba a todos los vecinos y les iba contando cómo, a medida que pasaban los años y que llegaba la feria al pueblo, había ido descubriendo diferentes artefactos y utensilios que maravillaban a todos por igual. Les contó del cuerno pegado a una caja que sostenía un tubo metálico que giraba gracias a una manivela, y que reproducía sonidos y voces que el sólo creía capaces de hacer a diferentes instrumentos y cantantes. También les habló de dos piedras fabulosas que no podían pegarse entre sí, pero que arrastraban todos los objetos metálicos que se les acercaran. Y estaba a punto de contarles del primer artefacto que había visto, cuando Aureliano, el niño mayor, le apretó la mano y le dijo que ya estaban a la puerta de la feria.

Sí: Aureliano. El del nombre particular. El que muchos años después moriría encerrado en un taller lleno de pescaditos de oro.

El bloque de hielo era del tamaño de una laja grande de las que se encuentran en el fondo del río, ahí, cuando se camina para cruzar durante el verano, cuando el río apenas sobrepasa los dos pies de profundidad, y la corriente apenas se percibe.  

Aureliano nunca olvidaría ese día. Mucho menos lo que pasó después: su padre, uno de los líderes del pueblo, entró en la tienda de uno de los forasteros y, al cabo de unos minutos, salió con una pequeña bolsa de papel en las manos, mientras el hombre lo acompañaba y le insistía en que para eso no servía lo que se llevaba.

Aureliano llegó a su casa y se fue a su cuarto, mientras su hermano trataba de entender lo que su padre pretendía con ese polvo que había conseguido en la feria.

Quince años después, Aureliano hacía parte del ejército que, liderado por un hombre nacido en Caracas, (en un potrero lleno de vacas, unas gordas, otras flacas, otras llenas de garrapatas), buscaba liberar al pueblo del yugo de la corona española. Al lado de ese hombre luchaba otro que creía también en la libertad, pero que no estaba de acuerdo con muchos de los planteamientos del caraqueño, por lo que, años después, estaría detrás de un atentado (o eso dicen) que le harían en pleno palacio presidencial, en las faldas de una montaña fría y neblinosa en Bogotá. El hombre se salvó, y logró llegar a la costa, cerca al pueblo donde Aureliano vio por primera vez la magia de un globo en el que, por cinco centavos, la gente podía ver el pueblo desde arriba, esas doce casas a lo largo de la ribera de un río cristalino, con sus techos de paja y sus paredes blancas de adobe.

Aureliano se comprometió con la causa: creía en la libertad, creía en la posibilidad de definirse a uno mismo a pesar de las circunstancias. Así había visto enloquecer a su papá, persiguiendo el sueño alquimista, y a su mamá asumir la dirección de una familia que, día a día, demostraba que la vida encuentra un camino y que en el camino se forja una vida a punta de golpes, caídas y tenacidad para no rendirse.

Así llegó a ser uno de los grandes líderes de los ejércitos en los que participó y de las guerras en donde luchó. Fue perseguido, capturado, condenado a muerte, indultado, y relegado al olvido en un pueblo abandonado.

Aureliano encontró en el taller deshabitado de su padre los recuerdos de una niñez marcada por la incertidumbre. El oro, la alquimia, los imanes, los tubos de ensayo, el horno de leña, el molde que convertiría en base para hacer sus pescados de oro.

Hasta que el sueño pudo más que la vigilia. Aureliano yacía dormido al lado de diez pescaditos que acababa de moldear cuando lo encontraron.

Lo único que pudo decir su nieto fue que no había muerto: que se había ido, llevado por una legión de pescaditos de oro, a encontrarse con su padre y su hermano en la tienda donde, muchos años antes, había visto por primera vez el hielo.  


 

ROBIN BLUFF

Alejandro Marseglia

- "Camaradas, a partir de este momento dejaremos de robar dinero a los ricos" , dijo Robin, luego de haber estado ensimismado largo rato.

Pequeño Juan apoyó su manaza llena de dedos como morcillas sobre el hombro de su amante y sólo atinó a decir : "No entiendo." 

- "Claramente todavía no me he expresado…digo que estoy harto de ver a los pobres comprar comida con el oro que les entregamos. Comida, ahora, es lo que sobra, lo que faltan son mujeres, y éste será nuestro nuevo objetivo."

Fray Tuck, sosteniendo con su manita rosada la morcilla más grande, digo, el dedo mayor de Pequeño Juan, se lo llevó a la boca entreabierta, le dió un chupón húmedo y alcanzó a murmurar -"Glup, hummm, slup", - mientras caía un pequeño hilo de saliva por una de sus comisuras. 

- "Sí, mis amigos, nuestra lucha por la igualdad será sin igual. Esposas e hijas de los nobles serán las mujeres que engendrarán a los niños de nuestro pueblo. Luego haremos juicio por manutención a sus ex esposos y el dinero llegará por añadidura."

Lady Marian sabía que venía el momento de su intervención, por lo que dejó de pasar su mano entre las nalgas de Robin: es que la calza de lycra resaltaba la hendidura entre los músculos macizos de su hombre y la ponía cachonda.

- "Una vez juntemos un grupo de diez damas", - continuó Robin, - "Lady Marian se encargará de educarlas en las ciencias amatorias, que juntos hemos explorado, perentoriamente, hasta lo más profundo... jeje..." - dijo mientras sopesaba en su mano el seno izquierdo de Lady Marian que, tal como él le había pedido, no llevaba sostén, y empezó a notarse el pezón a través del vestido de algodón. Lady Marian comenzó a hablar, pero Robin logró atrapar entre sus dedos el botón rosáceo de su amada en un leve y sensual pellizco, al que ella reaccionó aflojando la mandíbula y soltó un breve suspiro. Cuando levantó la vista para retomar su diatriba, que tenía bien estudiada, vió a uno de los cuarenta hombres (también había varias mujeres, todos reunidos en esa hondonada para seguir a su líder), con el pantalón hinchado por una erección enorme; y un poco más lejos, una mujer llevando la mano a sus muslos en clara señal de excitación. Su mirada recorrió la multitud y vió que estaban todos con las pupilas algo dilatadas, las miradas oscuras, en señal clara de deseo carnal. Ya no pudo recitar su discurso y en un único y experto movimiento se arrodilló y bajó las calzas de Robin, tomando su miembro viril entre las manos y llevándolo a su boca.

Robin, acostumbrado ya a no poder llevar a buen término estas reuniones, y viendo que todos comenzaban a desnudarse y a tocarse libidinosamente, pudo susurrar, antes de ceder él también al éxtasis: - "Declaro abolida la anarquía, que viva la orgía!!!"

Este cuento nos deja una moraleja: no te des ínfulas de señor serio e importante, si luego vas a ceder fácil e indefectiblemente a tus instintos más básicos.


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