EL VIAJE DE MIS SUEÑOS
Nicolás Ramajo Chiacchio
Ya hay pocos sitios a los que me gustaría ir. He viajado mucho, suficiente como para estar medianamente satisfecho y poder reflexionar al respecto. Lo que más he disfrutado de viajar no han sido los sitios, sino la forma de viaje, y esos breves momentos de calma y contemplación, esos momentos únicos que en realidad podés encontrarlos a la vuelta de tu casa.
Recuerdo ver, desde Calabria, a través del estrecho, la pequeña mancha naranja furiosa de la lava del volcán Etna, en Sicilia, adonde llegaría al día siguiente.
Recuerdo subir a una montaña en Bulgaria, en la sierra de Rodopi, y ver, desde la cima de un pico, el nacimiento de dos ríos (que pude localizar en el mapa), uno de cada lado.
Recuerdo, cruzando otra sierra, en Mallorca, de noche, sentir una presencia a un lado del camino, una presencia inmensa, que apenas pude agarrar un mapa (porque fui sin mapa) pude identificar como el Puig Major, el pico más alto de la Sierra de Tramuntana.
Recuerdo, de mis viajes en bicicleta, la sensación de, por la mañana, listo para partir de nuevo, poner un pie sobre un pedal, recargar mi cuerpo y montarme a la bici ya en movimiento. La sensación de libertad que sentía en ese momento no la sentía con nada más, y a la vez no puedo decir que fuera irrepetible pues se repetía cada mañana.
Por eso, si pienso en mi viaje ideal, mi viaje de ensueño, mi viaje soñado, sólo puedo pensar en un viaje acompañado (mis grandes viajes han sido en solitario), en un viaje que sea más una visita, más un estar que un turistear, pienso en el próximo destino.
Pero si todavía me falta un viaje por hacer, más allá de la soledad o de la idea de instalarse, es uno de muchos pasos y atardeceres, uno en el que llevo pensando hace años.
El perro ya ladra y yo todavía despertando, se agita, va de acá para allá, reúne las ovejas, las encierra en un círculo invisible. Yo me desperezo, me saco la manta de encima, el calorcito que guardaba se escapa, y me llega el frío. Pero el frío es bueno, me hace bien, no entiendo la gente que duerme con calefacción. Pongo las ramitas de anoche en orden, un trozo de papel y un poco de pasto seco en el centro, raspo un fósforo y enciendo el fuego. Coloco unas piedras y pongo la pava con agua encima. Me vuelvo a tapar, el frío es bueno pero también es rico estar calentito.
El agua empieza a hacer ruido, jjjjjjjj, está a punto. Cebo el primer mate del día, ahora sí, me levanto, me siento en posición de loto mirando el paisaje, tomando mate, escuchando al perro, observando la masa crema y lanuda del rebaño. En seguida me dan ganas de hacer caca. Me levanto, ahora sí, sobre mis pies, me alejo un poco, hago un pocito, me acuclillo, termino en un ratito. Lo tapo primero con el papel y luego con la tierra que saqué. Listo, como nuevo.
Pongo la sartén al fuego, le echo un chorizo. Con eso y con un cacho de pan y otro de queso, tengo para rato. En pie, vamos, vamos carajo. Manta al hombro, pisoteo el fuego, le meo encima. Marchando.
Chiflo, viene el perro, lo acaricio, juego un poco con él, le doy los buenos días, jadea de gusto, la lengua afuera. Apenas le saco la mano de encima vuelve a ladrar, a controlarlas. Chiflo. ¡Vamos! Arrancamos, el perro sabe lo que hacer. A mí me sigue impresionando que las maneje de esa manera. Cuando me lancé a la aventura no hacía mucho que me habían dicho que, para ser controlable, para comportarse como rebaño, las ovejas tenían que ser al menos ochenta. ¡Ochenta! pensé, pero si son un montón. Yo me había hecho a la idílica idea de llevar quince o veinte.
Retomamos la cañada, caminamos, caminamos. Hay que alcanzar el norte antes que el calor nos alcance a nosotros, antes de que sea verano en toda España, o en Turquía, o en Irán, o en donde sea que esté, en cualquier lugar donde sobreviva la trashumancia y haya que llevar caminando ovejas de acá para allá, de sur a norte, de norte a sur.
Todos los árboles dan sus frutos, dan sus olores, dan su sombra. Pinos, algarrobos, álamos, chopos, robles, castaños, olivos, abedules. Cuando es temporada tuesto castañas y las llevo en los bolsillos. Del olivo se siente el olor de la almazaras cuando empiezan a partir la aceituna, es un olor fuerte y amargo que impregna el valle.
Camino, camino todos los días, subo sierras, bajo colinas, cruzo ríos por los puentes y los arroyos caminando sobre las piedras. Duermo a la intemperie, los refugios de antaño se han caído de viejos, ya nadie recuerda dónde están ni si quedan. Camino y camino, más que haciendo camino, deshaciéndolo. Soy de los últimos que transitan las cañadas, es casi una despedida de este oficio que no es el mío.
Es un viaje solitario, más allá de las ochenta y pico de ovejas y el perro. Pero me cruzo con gente, me invitan un café o un vino. Algunas mujeres me miran como deseando escaparse conmigo, mientras que las muchachas ya ni me miran. Los pájaros me acompañan, de a ratos, las golondrinas suben conmigo.